Alfredo Semprún

Asad sigue sin gustarnos

Que los militares egipcios dieron un golpe de estado contra el Gobierno islamista de Mursi, amplio vencedor en las urnas, parece innegable. Que llevaron a cabo una extrema represión, con miles de muertos y detenidos, contra los Hermanos Musulmanes es una verdad que se refuerza con cada sentencia a la pena capital que dictan los tribunales castrenses. Que EE UU y la Unión Europea no sólo miraron, aliviados, para otro lado, sino que dieron su apoyo explícito al nuevo régimen –ahí están los helicópteros «Apache» suministrados por Washington para reforzar la lucha contra la rebelión yihadista del Sinaí– no hace más que confirmar el habitual doble rasero con que se despacha cualquier política exterior que se precie. Y, así, ayer, Egipto se ha visto confirmado como el paladín de la lucha contra el extremismo musulmán, y las piadosas monarquías del Golfo –las mismas que sufragan la extensión del modelo rigorista suní–, con Arabia Saudí a la cabeza, se disponen a regar de petrodólares la averiada economía egipcia. Por no hablar de Israel, convertido en el mejor propagandista de la recobrada estabilidad del país de los faraones. La otra cara del espejo está en Siria, en el régimen de Al Asad, a quien Occidente dio por muerto tras los primeros compases de las revueltas –de las que hoy se cumplen cuatro años–, pero que resiste, y con ventaja, merced a una confluencia de factores, internos y externos, que Washington y Bruselas obviaron por incómodos, en tanto contradecían el análisis maniqueo de la situación. Así, no se quiso admitir que el régimen sirio estaba respaldado por amplios sectores de la población, cuyos intereses particulares podían divergir, pero que tenían conciencia de lo que suponía la victoria de la rebelión. Lo que Occidente describía como «democracia», los sirios de ambos bandos lo entendían como un nuevo intento de los Hermanos Musulmanes por hacerse con el país e islamizar la sociedad. Por lo tanto, la mayoría de los cristianos, drusos, kurdos, chiíes y suníes laicos se pusieron al lado de Al Asad, con la convicción de que su derrota significaba el final de un modus vivendi en el que ninguna religión llegaba a ejercer la hegemonía sobre las demás. Discotecas y mezquitas, pantalones y velos, hena y «rouge» cabían perfectamente en los paísajes urbanos del país y, aún hoy, hacen de Damasco una ciudad cosmopolita, con estándares occidentales, incluso, por encima de El Cairo. Tampoco se tuvo en cuenta que el régimen sirio gozaba del respaldo diplomático de Moscú –en Siria está la única base naval exterior de Rusia– y que Pekín estaba «molesto» por cómo Occidente acababa de arruinar sus inversiones en la Libia de Gadafi y aun sus planes de despliegue económico en Egipto y el Magreb. El tercer factor fue la movilización del mundo chií, con Irán e Irak a la cabeza, temeroso del renacimiento imperial turco, pero, también, de la extensión del extremismo suní que, por aquellas mismas fechas, ya estaba en abierta rebelión contra el Gobierno de Bagdad; mataba chiíes en Afganistán y Pakistán, y estaba cambiando el equilibrio de poder en Yemen. Existió, en fin, un cuarto factor que compete a los medios de comunicación occidentales y que debería llevarnos a una seria reflexión: el divorcio entre la opinión pública y su Prensa, entre unas sociedades que percibían como información mediatizada, cuando no simple propaganda, lo que trasmitían los medios sobre el proceso revolucionario árabe. Fueron las opiniones públicas de Francia, Reino Unido y Estados Unidos las que se opusieron a una repetición en Siria del error libio. Tal vez porque el gran factor distorsionador, la cadena de televisión internacional creada y financiada por Qatar, había tenido que quitarse la careta cuando la «primavera» prendió en Bahrein, entre la oprimida mayoría chií, y se volcó en apoyo a la monarquía suní. Y, así, cuatro años después, en lugar de bombardear a Al Asad, Occidente ha acabado disparando contra sus adversarios, codo con codo con Hizbulá e Irán. Vivir para ver.