Alfredo Semprún

Asesinando prisioneros, Al Maliki no va a ganar la guerra

En estos momentos, el llamado Estado Islámico (EI) combate a la vez contra las fuerzas gubernamentales de Siria, los rebeldes, más o menos laicos, sirios; los islamistas del Frente Al Nusra, de obediencia a Al Qaeda; las milicias chiíes iraquíes, ya que no se puede hablar en propiedad de un Ejército iraquí después de su desbandada; los pesmerga kurdos y los milicianos de Hizbulá. Y lo hace en Siria, Irak, Líbano y las zonas autónomas del Kurdistán iraquí y sirio. Sólo la España del conde duque de Olivares consiguió reunir a tantos adversarios, con el resultado de todos conocido.

Los que pronosticamos que la ofensiva de los integristas suníes del Estado Islámico se estrellaría al final contra la superioridad numérica de los chiíes iraquíes, no tuvimos en cuenta hasta qué punto había llegado la descomposición del Gobierno de Al Maliki, y cuán ancha era la fosa abierta entre las dos comunidades mayoritarias de Irak. Porque no ha sido tanto la capacidad militar de los integristas –que la tenían bien demostrada– como el desorden general de sus enemigos, desgastados tras dos años de una ofensiva terrorista inmisericorde. Ejemplo contrario son las milicias kurdas, que no sólo defienden sus fronteras con ventaja, sino que se han extendido hacia el sur, garantizándose el control de los campos petrolíferos de Kirkuk, cierto es, pero también ofreciendo refugio a los cristianos, a los chiíes y a los suníes que huyen de la barbarie islamista.

Y cuando a la debilidad y las desmoralización se le une el odio destilado durante siglos, cualquier barbaridad puede ocurrir, incluso los remedos de «Paracuellos» que están llevando a cabo las milicias chiíes, ante la impotencia, cuando no la complicidad, de las fuerzas policiales. Que se sepa, ya son dos las expediciones de presos acusados de terrorismo que han sido interceptadas y han degenerado en masacres. En la primera –un autobús que evacuaba detenidos desde una cárcel de Babel hasta Bagdad– fueron asesinados 72 prisioneros y un policía. La segunda –otra evacuación, esta vez procedente de Al Tayi–, ha costado 62 víctimas mortales entre los reclusos, amén de un número indeterminado de policías. Es una guerra sin cuartel, en la que se ejecuta a los prisioneros al arma blanca, que se desarrolla ante nuestros propios ojos, que son los mismos que tanta pasión política reflejaron cuando la última guerra contra Sadam Husein, pero que, ahora, prefieren no ver.

Pareciera que los 8.200 muertos y los 50.000 heridos que nos ha costado a los occidentales las operaciones de Irak y Afganistán, van a quedar estériles. Al menos, si lo que se pretendía era liberar a sus habitantes de la tiranía. Pero no. El norte de Irak, como el suroeste de Afganistán, están bajo la espada del califato islamista en la peor de sus versiones. A la expulsión de los cristianos de la provincia de Mosul, ha seguido la de los kurdos. La «purificación» progresa a buen ritmo: ya han quemado las iglesias católicas, pero, también, las mezquitas «herejes» de Jonás y de Quassin, esta última construida en el siglo VI. Dos «fatuas» dictan el modo de vestir de las mujeres y de los hombres –ya les adelanto que con poco glamour–; prohíben la música, fumar y ver programas de televisión impíos –casi todos–, y según ha denunciado la ONU, los yihadistas habrían dado orden de proceder a la ablación del clítoris de todas las mujeres iraquíes entre los 12 y los 46 años. Tal vez, la OTAN podría echar una mano.