María José Navarro

Balaverde

Hace algunos años, antes de que la Operación Puerto le dejara dos años en su casa, tuve la oportunidad de ver subir un puerto de montaña a Alejandro Valverde. Se trataba de una crono escalada y a servidora la habían invitado desde la organización a seguir al corredor que quisiera desde un coche de la Vuelta a España. Y no lo dudé. Valverde. Por qué. Porque es de Murcia. Punto. No hay nada que le pueda gustar más a un albaceteño que un murciano y una sigue escrupulosamente las tradiciones de los cariños, a pesar de la mala fama que se tiene sobre las relaciones entre los vecinos de linde. Si hay un murciano, ahí estoy yo. El caso es que me subí al automóvil descubierto dispuesta a sestear y no fue esa precisamente la sensación final. Cuando acabó la etapa me temblaban las piernas. Lo que había visto era a un titán realizando un esfuerzo brutal. No les digo más que ni el coche que le perseguía lograba subir los repechos con la misma alegría que Valverde, un portento, un ciclista brillante, irregular, divertido, sorprendente y, como todos los genios, capaz de pegar un petardo en una tarde en Las Ventas. Ayer perdió su puesto en el podio por dos segundos (qué crueldad tan insoportable) y observé cómo a través de Twitter se ha formado una corriente amarga que goza con sus descalabros, que espera, afilando el cuchillo, a que Alejandro tropiece. «Twitter no representa al sentir general. No es un espejo de la sociedad» dicen. Y una cree que, sin embargo, es un reflejo perfecto de la típica mezquindad patria. Valverde, a pajera abierta: que rumben los sinsorgos. Y a zarpullir.