Ángela Vallvey
Borrachez
Así llamaban los clásicos al alcoholismo. Desde la antigüedad, la desmesurada afición por tomar bebidas alcohólicas es una de las adicciones más comunes del ser humano. Antaño se la denominada «pasión animal», pese a que los animales no son dados a padecerla, por motivos obvios. Está a la altura de apetitos desatados como la gula, la cólera, la pereza, el miedo, o la lujuria. Si bien la hemos llegado a considerar una enfermedad, una toxicomanía. Una manía venenosa. Porque, hoy día, que se habla a menudo de personas tóxicas, empezamos a olvidar las tendencias tóxicas, aficiones que hacen estragos en el cuerpo y la mente humanas. El alcohol es un viejo amigo del homo sapiens. Lombroso, sagaz criminólogo italiano, decía que el primer episodio de borrachera tuvo lugar en el jardín del edén, cuando Eva se dejó tentar por la manzana (¿soñando con sidra...?). Y al parecer, Noé era un gran aficionado a empinar el codo, cultivaba vides y se pasaba la época de la vendimia soplando vidrio, para gran vergüenza de sus hijos. A Salomón el vicio no le parecía bien, consideraba que la embriaguez es una miseria humana. En la Roma clásica, eran célebres las bacanales, en las que hombres y mujeres bebían igualitariamente hasta perder el sentido. De hecho, se entregaban a toda clase de excesos por culpa de la manga ancha con que escanciaban vino. El alcohol les soltaba la lengua, las togas y el pudor. Cartón el Severo, haciendo honor a su nombre, se puso a arrancar viñas y a castigar los delitos cometidos por borrachos, muy duramente, porque entonces estar embriagados no era motivo de eximente, sino agravante enorme cual rebosante tonel. Mahoma, consciente de los peligros que suponía beber, a pesar de que en su época todavía no se conducían más que camellos, prohibió el uso de bebidas alcohólicas. Esto es, las vetó taxativamente, quizás viéndose incapaz de determinar las dosis prudentes que se podía permitir el aficionado medio al «drinking». En el siglo XI, los árabes dominaban el arte de destilar licores, siempre espirituosos. Y no sabiendo muy bien qué hacer con ellos, transmitieron sus habilidades a los chinos y a los indios, que los juzgaron un poco menos severamente. Y es que la embriaguez, decía Plutarco, habita en compañía de la locura y del furor. Y, lo que es peor: hoy lo hace también en las neveras de los supermercados. Barata, barata...
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