Martín Prieto
Cadena perpetua
Bajábamos por la porteña calle Corrientes acunados por unos estentóreos «¡Hijo de puta!», «¡La concha de tu madre!», el fiscal general de la República Argentina, Julio César Strassera, y yo, protegidos por una imprescindible escolta. Unos días antes mi amigo había logrado en sentencia histórica que la Sala del Crimen de la Cámara Federal condenara al teniente general Jorge Rafael Videla y al almirante Emilio Eduardo Massera a cadena perpetua. Con el tiempo, el presidente peronista Carlos Saúl Menem repartió indultos con largueza, pero Videla y Massera regresaron a prisión para responder de un rosario de sevicias. El almirante murió en su casa, bajo arresto, descerebrado por un ictus, y su conmilitón Videla falleció en su celda a los 87 años de edad. No sé si quienes increpaban callejeramente al fiscal eran biempensantes opuestos a la prisión perpetua o militantes de la extrema derecha argentina, y en España me ocurre lo mismo con las jeremiadas de quienes rechazan la pudibunda prisión permanente revisable y este PSOE que sólo la ingiere tapándose la nariz. Cuando el presidente Alfonsín sentó y condenó a las cúpulas militares del país por delitos aberrantes no se escuchó la más suave voz de la izquierda internacional contraria a la aplicación de la cadena perpetua, que en el gran país austral consiste en morirse en la cárcel. Es subjetividad política allá donde se aplique, pero no que nuestros buenistas, incluidos catedráticos de Derecho Penal, comparen la «perpetua» del Gobierno con la Ley del Talión y las reminiscencias bárbaras que trae a los legos el Código de Hammurabi y el gráfico «ojo por ojo y diente por diente». Fue Strassera quien me ilustró que aquel código sumerio fue en su tiempo progresista, ya que evitó matanzas tribales indiscriminadas por una querella, llevando alguna equidad a la Justicia. Nuestros buenistas reinsertarían rápidamente a quienes han quemado vivo al piloto jordano. Concepción Arenal es mal interpretada: compadecemos tanto al delincuente que no nos queda sentimiento para odiar el delito.
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