José Antonio Álvarez Gundín

Carta de ajuste en la TV pública

Los periodistas quisieramos invadir Polonia cada vez que un gobierno descarga el hacha sobre una televisión pública, ya sea para cercenar parte de la plantilla, ya para darle cerrojazo. Lo juzgamos una tropelía inaceptable, un ataque alevoso contra la libertad de expresión y un tajo a los derechos ciudadanos. Por qué no nos indignamos de igual manera cuando se cierra, se recorta o se expropia una televisión privada es un enigma insondable como un agujero negro. Esta semana toca indignación. El cierre por las bravas de la televisión griega ha soliviantado al gremio de forma tan unánime que no habría sido mayor si lo derribado hubiera sido el Partenon y el honor de Sócrates al mismo tiempo. Como si un país que ha hecho de las ruinas una de las bellas artes no tuviera derecho a una television pública ruinosa. Lo malo de las unanimidades corporativas, tan confortables como hipócritas, es que el contribuyente queda desasistido, sin que nadie valore sus impuestos ni defienda sus intereses.

El caso de la televisión griega no es diferente al de las 13 cadenas autonómicas de España. Todas ellas comparten los mismos defectos estructurales y parecidos vicios de funcionamiento. Sus presupuestos, que ya eran estratosféricos en tiempos de bonanza, resultan obscenos en época de penuria: en 2012 ascendieron a 1.400 millones de euros. En algunas comunidades, como Cataluña, la comparación del gasto es sencillamente escandalosa: TV3 costó a los catalanes 400 millones el mismo año en que Artur Mas recortó 200 en Educación y 700 en Sanidad. El ejemplo puede ampliarse a Andalucía (220 millones), País Vasco (162 millones), Valencia (155 millones) o Galicia (117 millones); Madrid, antes del ERE, engullía 132 millones de euros. Los ciudadanos tienen derecho a saber cuánto les cuestan las televisiones públicas y qué proporción guarda con el gasto educativo o sanitario. Es lícito y aun conveniente defender el servicio público y vertebrador de las televisiones, pero no a cualquier precio. No hay excusa ni razón para que no sean gestionadas con criterios de eficiencia, de la misma forma que no hay explicación a que cuesten tres veces más que las privadas, salvo porque se hayan convertido en entes burocráticos destinados a enchufar amigos, parientes y compañeros de partido o sindicato. Es la televisión pública la que debe servir y ser útil al ciudadano, no a la inversa. Por lo demás, asegurar que la libertad de expresión depende de que exista una televisión pública es una generalización estúpida: no hay televisión más pública que la de Cuba, la de Irán o la de Corea del Norte, países donde éste artículo estaría prohibido.