Hollywood

Cazador blanco, corazón negro

La Razón
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Con Hollywood asfixiado por las grandes superproducciones y un comando de directores entre la comercialidad y la vanguardia (Christopher Nolan, David Fincher, Wes Anderson), y con las películas de serie media («Entre copas», «Pequeña Miss Sunshine», etc.) arrinconadas por el loco bacarrá de los superhéroes, quedan, como mascarones de un cine en creciente desuso, adulto pero ameno, visceral y complejo, de sintaxis limpia y ambición desbordante, Steven Spielberg y Clint Eastwood. Hay otros, pero hablo de los grandes. Y no, aquí no cuentan otros dos notables veteranos, Woody Allen y Martin Scorsese: neoyorquinos de vocación y cuna, sus películas existen fuera del planeta Hollywood. Spielberg hace mucho tiempo que hace lo que quiere, situado por derecho propio en un territorio a su medida, donde lo mismo rueda un cuento infantil que una de Indiana Jones, una adaptación de H.G. Wells, una sombría gema sobre la Guerra Fría o la mejor representación del Holocausto que podría hacerse dentro de los imposibles límites que acota la ficción (en realidad la gran película sobre el particular es «Shoah», el bestial documental de Claude Lanzmann). Eastwood, 86 años, ex alcalde de su pueblo, Carmel by the Sea, un alucinante campo de golf con vistas a las aguas lapislázuli del Pacífico, estrena nueva película. «Sully» cuenta la historia del comandante Chesley Sully Sullenberg, que en 2008 fue capaz de aterrizar un avión de pasajeros en el Hudson. Lejos de centrarse en la hazaña –aterrizar en un curso de agua equivale a hacerlo en una pista sólida cuya superficie cambiara a cada instante– Eastwood también dirige su lente hacia la investigación posterior, en la que el piloto tuvo que afrontar unos severos interrogatorios por parte de unas autoridades, una compañía aérea y unos constructores que, con la mente siempre puesta en la seguridad, también priman su imagen frente a los empleados. A Eastwood le interesan los pilotos, muñecos de pim pam pum en una sociedad que crucifica al que envidia, y a los que, encima, se les endilga con alarmante facilidad todas las sospechas en caso de catástrofe: sale más barato fusilar póstumamente al currito que afrontar la quiebra de imagen asociada al reconocimiento de un fallo en el diseño de la aeronave, etc. Superado mi instante conspiranoico (todos tenemos derecho a uno cada cierto tiempo), queda una película más que digna, con un Tom Hanks imperial y un Eastwood que mantiene viva la llama de Hawks, Hitchcock y cía. Un director que hace tiempo que no rueda una obra maestra (la última, «Gran Torino»), pero todavía más interesante y sabio que el 99% de sus colegas. Un verdadero centauro en el desierto de las películas para niños de veinte años, y al que debemos muchas de las cintas fundamentales de nuestro tiempo, caso de «Bird», «Mystic river», «Million dollar baby», «Sin perdón», «Un mundo perfecto» y «Los puentes de Madison». Sólo por la escena del propio Eastwood bajo la lluvia mientras Meryl Streep manosea la última baraja del futuro, y cito una escena entre mil, mi gratitud será eterna.