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Ángela Vallvey

Chicos

La Razón La Razón

Hay tantos casos de jóvenes que protagonizan crímenes, o situaciones perturbadoras, que deberían activar todo tipo de alarmas sociales. Estos días, una niña de doce años ha muerto por un coma etílico. Imaginar a una criatura preadolescente bebiendo hasta morir es tan angustioso que tendría que hacernos reflexionar. Ignoro si las estadísticas indican que hay más, o menos, asesinos jóvenes hoy que hace veinte años, o muchachos afectados por las drogas. Hace ya décadas que la heroína destruyó a una juventud expectante, deseosa de experimentar, tan osada como ignorante. Pero los traficantes y productores de estupefacientes aprendieron la lección: no podían matar a sus clientes, porque arruinaban el negocio... Así que las drogas aparentemente se «suavizaron», en cuanto a sus efectos y también porque dulcificaron la manera de tomarlas (ya no se usan jeringuillas, siempre propensas a producir escabechinas y transmitir enfermedades). Las pastillas y el alcohol están viviendo una época dorada. Parece que jamás, en la historia de la humanidad, haya sido tan fácil y barato drogarse. Hoy los muchachos tienen que «sobrevivir» a ese obstáculo químico, artificial, además de a los que ancestralmente les pone delante la existencia. Por otro lado, la desestructuración familiar y el aumento del número de hogares disfuncionales los está sometiendo a un proceso de expropiación sentimental cuyas consecuencias puede que aún no sepamos calibrar. Eso, junto con la pérdida de autoridad de los padres sobre los hijos, es un hándicap fatal, un escollo que muchos jóvenes no son capaces de vencer y que los puede convertir en seres quebrantados, frustrados. La globalización, por su parte, está «deslocalizando» muchas, variadas e inéditas formas de violencia, que acaban enraizando en lugares lejanos de aquellos que las vieron nacer. En Madrid, o cualquier gran ciudad española, pueden brotar y prosperar oscurantismos de la violencia foráneos, a los que todavía nadie sabe ofrecer una respuesta social y legal adecuada. Y, por supuesto, no hay que olvidar el influjo de la pornografía, cada vez más dura, agresiva y brutal, en una generación que ya ha crecido con internet y tenido acceso, ilimitado y libre, a imágenes cada vez más degradantes, indignas y furibundas, que seguramente producen un impacto arrollador en la personalidad de chicos que todavía se están formando y pueden llegar a creer que la vida es un juego virtual oscuro, y la rabia violenta la única emoción eficaz. (El mundo es un desastre).

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