José Luis Alvite
Chupa de cuero (y II)
Ha sido invierno muchas veces desde entonces y sin embargo la lluvia jamás fue como la de aquellos días, ni hubo en mi vida otra chica como La Colorada, que cumplió su palabra y se suicidó con pastillas en un hotel de medio pelo en el que el juez levantó a media mañana su cadáver y alguien escamoteó la carta que me consta que había dejado a mi nombre. Eligió un hotel muy cerca de la estación del ferrocarril, el lugar al que pocas semanas antes yo la había acercado en mi coche para que pillase droga sin que nadie le siguiese los pasos por la calle. Apagué el motor del coche y esperamos un rato hasta que estuvo segura de que era su camello aquel bulto mezclado con troncos de madera en una penumbra en la que La Colorada volvió mi cara con una mano hacia la suya y me dijo: «Habría preferido que un tipo decente me llevase en su coche al baile, pero te agradezco que esta noche hayas hecho esto por mí. Conste que yo también arriesgo mucho a tu lado porque alguien podría creer que soy tu confidente. Aunque estemos en posiciones distintas, en realidad somos parte de la misma historia. Tú haces currículo y yo amontono antecedentes. Somos bichos distintos disputando el agua estancada en el mismo abrevadero. Si algún día cuentas lo de esta noche en el ferrocarril...». «No te preocupes –la interrumpí–, seré elegante y contaré que una noche llevé conmigo a comprar bollos a una muchacha hermosa y esbelta de la que fui su reportero de sucesos porque por cosas de la vida no pude ser su coreógrafo». La Colorada me lo agradeció con una sonrisa y se despidió con el arrecife de una mueca sin carne en el que me pareció que no tardaría en encallar la muerte... Semanas más tarde rehusé ver su cadáver. Lo hice porque nunca quise saber tantas cosas de mí.
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