Alfonso Ussía

Conchite

No vi el Festival de Eurovisión. Renuncié al placer después de la edición celebrada en Madrid al año siguiente del «La,la,la». Aquella aparición de Massiel con el abrigo de chinchillas terminó con las escasas fuerzas que me quedaban. Pero he visto las fotografías del ganador o ganadora del último festival, que no se sabe si es Conchito o Conchita, y he decidido dejarlo en Conchite para no herir a Europa. Se habla de tolerancia y progreso. A mí, personalmente, Conchite se me antoja el prototipo de la degeneración. Nada original, por otra parte. He conocido a mujeres con bigote y barba. Mi tía bisabuela María Tchapaiova –tengo un arroyuelo de sangre rusa– lucía una barba más tupida que la de Rasputin. Mi tío bisabuelo, diplomático y barbilampiño, se enamoró locamente de ella el día que la conoció durante un baile en San Petersburgo. Fue una mujer con toda la barba, una mujer completa, madre de siete hijos, y usaba paletó. Dio su caso por perdido y vivió con resignación su anomalía. El día de su fallecimiento, sus hijos le afeitaron porque la barba impedía el cierre del ataúd por los anclajes laterales. Barba negra y rizada, caracoleada, ensaimadera, decididamente cosaca. Una mujer de armas tomar, pero siempre mujer.

No entiendo a Conchite. Para cambiar de sexo hay que someterse a una dolorosa y complicada operación quirúrgica. Saltar de hombre a mujer para dejarse posteriormente la barba carece de sentido. Equivale a reconocer su equivocación. Mucho más cómodo seguir siendo varón y vivir en libertad sus inclinaciones sexuales. No es sencillo ni agradable pasar del pepino a la hucha. Pero si se hace y se sufre, lo conveniente es intentar parecer una mujer con todas las consecuencias. Creo que este Festival de la Eurovisión no lo ha ganado una cantante, sino unas barbas. Emoción en los jurados por el detalle moderno y progresista. Europa es tolerante. Y tonta. Y al talego de la barbuda, el primer premio.

Soy otoño en trance de invierno. Muy antiguo. Me gustan las mujeres sin barbas y sin bigotes, aunque con esta afirmación pueda herir el recuerdo de mi tía bisabuela rusa. No creo que suceda, pero si algún día cruzo mi mirada con la de Conchite, que no espere de mis ojos guiños ni zalemas. Me produce bastante asco esa mujer-hombre que tanto ha encandilado a la gente del talante y la tolerancia. Un hombre que gusta de yacer con una mujer barbuda, que tampoco es mujer, a su lado, podría disfrutar igual en la cama abrazado a su tío Riquelme. No encuentro atisbo de progreso en este regodeo de la depravación. No rasquen sobre las letras de este escrito para hallar esquinas homófobas. Nada tiene que ver la homofobia con la repugnancia que me inspira una mujer que era hombre y ya de mujer se deja la barba. Repelús, recelo de cercanía, asquito.

Por el boca a boca intergeneracional he sabido que mi tía bisabuela también cantaba, y muy bien. Mejor que Conchite, probablemente. Voz melodiosa. Y tocaba la balalaika y el piano, como el Juan Arango del epigrama de Bretón de los Herreros. «A Juan Arango, pianista de gran fama/ le dijo la otra noche cierta dama:/ ¿No me toca usted nada/ que a pasar nos ayude la velada?/ Y complaciente, Arango/ por tocarle algo, le tocó el fandango». Nada que ver con la Conchite de la Eurovisión.

En fin, que ignoro si he conseguido dejar claro que no me gustan los hombres que se hacen mujeres para tener barba. Habérsela dejado antes de la operación. Y que siento náuseas cuando advierto que se confunde el progreso y la tolerancia con una guarrada y una depravación. La de Conchite.