Luis Suárez

Contrarrazones

Existen hoy motivos suficientes para incidir en el pesimismo, cuyo paso advertimos en la opinión pública; el más importante se relaciona con ese «ocaso de las ideologías» que tan acertadamente analizara, entre nosotros, Gonzalo Fernández de la Moral. Una ideología se presenta a sí misma, partiendo de una idea, como verdadera revelación de valor absoluto. Ella, tradicionalismo, liberalismo, marxismo o socialismo, en sus dos vertientes, nacional e internacional, se presentaron a sí mismas como única solución posible a los problemas que el protagonismo del dinero había desencadenado en los comienzos del siglo XIX. Y, naturalmente, fracasaron: de los imperialismos, del fascismo y del nacionalsocialismo o de las diversas facetas del marxismo, apenas quedan fantasmas que nos recuerdan terribles dramas. De Gasperi, Schuman y Adenauer lo vieron muy bien: era preciso un retorno a las verdaderas dimensiones de la persona humana. Fueron escuchados, desde luego, pero no plenamente atendidos. Europa ha superado el terrible mal de las guerras, ciertamente, pero parece haberse detenido a la mitad del camino dando de nuevo al dinero el protagonismo principal.

Los historiadores, aunque estemos cargados de defectos, tenemos la ventaja de recurrir con el pensamiento al pasado hallando respuestas. La mejor definición de nuestro presente se encuentra en las palabras de Pablo de Tarso (I Rom.25): «Trocaron la verdad de Dios por la mentira y sirvieron a la criatura en lugar del Creador». Esto es muy cierto: por ejemplo, la revolución sexual americana, que aparece hoy como trasfondo en todas las películas que con entusiasmo se aplauden, muestra de qué modo se han cambiado las cosas: el amor se reinterpreta como un bien material y transitorio. Como una consecuencia de esta inversión en el orden de valores, podemos señalar seis signos esenciales, negativos, de nuestro tiempo.

Lo mismo que sucediera en las postrimerías del Imperio romano, se invita a la religión a capitular ante los programas ideológicos poniéndola al servicio de la sociedad o incluso de la política. Aparecen incluso movimientos que proponen una «relectura» de los Evangelios desde los esquemas de sus ideologías. Ya Pío X lo había advertido. La democracia es presentada como valor absoluto y no simplemente como forma política que corresponde a un tiempo.

El materialismo aparece no como una explicación unívoca. Ha descubierto en sí mismo las contradicciones y se presenta ahora desde dos posiciones enfrentadas: el dogmático, que define la Naturaleza como autosuficiente y exige que el hombre se guíe únicamente por la técnica que es consecuencia de la experimentación; y el dialéctico que, tras los cambios, trata de convencernos de que es el odio el verdadero motor de la Naturaleza.

Se han esfumado los valores del patriotismo positivo, dejando a veces paso a ese nacionalismo que esconde siempre dimensiones étnicas detrás de sus programas. Hemos vuelto a cambiar el sentido del servicio militar como una de las dimensiones esenciales de la ciudadanía que nos enseñaba a los que veníamos de fuera qué importantes eran la lealtad, e1 respeto y la humanidad relacionada con el adversario. Personalmente recuerdo con fervor mi paso por la Milicia Universitaria. Y no fue nada cómodo, digámoslo con claridad. Hoy los Ejércitos nacionales son sustituidos por profesionales que acuden a enrolarse porque se abona un sueldo. No olvidemos que «soldado» es la palabra que deriva de sueldo. Como en la sociedad helenística, Europa está experimentando un descenso del índice demográfico. La vida se ha prolongado sin duda, pero el número de nacimientos no consigue igualar o superar al de defunciones.

Se está poniendo en marcha una ampliación de la eutanasia, aplicándola incluso a los menores de dieciséis años que demuestren que no tienen capacidad para servir. Naturalmente el vacío que se produce ha de ser cubierto por venidos de fuera, al principio tratados como inferiores. Con el transcurso del tiempo tal vez experimentemos el mismo fenómeno de Roma. El Imperio de los Cesares no sucumbió por la invasión de los barbaros; se rompió por dentro creando huecos que los barbaros vinieron a ocupar. Aquí está el gran desafío para la Iglesia: tiene que repetir la hazaña que permitió salvar los valores esenciales «romanizando» a esos barbaros en lugar de dejarse «germanizar».

En relación con esto, encontramos la destrucción y menosprecio de las élites, sustituyéndolas por las masas. Ortega, continuando la tarea de otros pensadores ingleses, utilizó el término muy claro de «rebelión de las masas». Ahora un diputado puede sentarse en el Parlamento vestido con malas ropas e insultar a quienes gobiernan. Y si estos protestan las masas se movilizan en plena calle. Todos los grandes progresos se han logrado por la labor de élites a veces muy reducidas.

Y, al final, otra vez, como en Roma, la deuda pública. Los partidos, dueños absolutos del poder, han invertido los términos: el Estado no debe acomodar sus gastos a los ingresos que legítimamente le corresponden, sino fijar previamente aquello que necesita gastar y, luego, acudir al erario público y en definitiva a la deuda, para atenderlos. De esta inversión nace la alteración de precios y, en definitiva, la depresión.

Europa ha sufrido, al menos, cuatro grandes depresiones; no pudo escapar de ellas más que aplicando profundos remedios morales. Aquí se encuentra el punto decisivo: sustituir la idolatría del dinero por la atención correcta a la persona y a cuanto ésta significa.