José María Marco

Corrupción democrática

La Razón
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Hay varias maneras de llegar al poder en democracia. Una es convencer al electorado, otra desacreditar al adversario. Las dos son legítimas y los partidos políticos recurren a ellas sin tregua, y generosamente. La historia democrática de nuestro país, que ya empieza a ser larga, nos proporciona ejemplos de las dos que todos recordamos, desde lo ocurrido tras el 11-M a los éxitos primeros de UCD y del PSOE o al del PP en 2000.

Aun así, el recurso al descrédito tiene límites. Uno de ellos está en la línea que lo separa de la deslegitimación. El adversario político se convierte en algo distinto cuando se le atribuye una radical incompatibilidad, ideológica, histórica y en más de una ocasión estética con la gestión democrática de los asuntos públicos. Este procedimiento, utilizado una y otra vez en nuestro país, dio buenos resultados hasta que el partido presuntamente incompatible con la democracia se negó a seguir oficiando de víctima. Aquello fue la salvación de la democracia liberal porque ese procedimiento lleva también aparejada la exclusión de todos aquellos declarados incompatibles y por tanto el bloqueo del sistema. La tentación de recurrir a él nunca se ha superado del todo y sigue alimentando el imaginario de algunos partidos, lo que explica también parte de sus fracasos. Otro de los límites del recurso al descrédito está en la capacidad para formular y articular una alternativa. El descrédito, por sí solo, no sirve para ese fin, pero sí que existe la tentación –mayor en un país en el que una de las facciones políticas tiende a considerarse la única con derecho a gobernar– de recurrir al descrédito como instrumento de desgaste... a falta de cualquier otro. Es lo que está ocurriendo ahora. Los partidos de la oposición no son capaces ni de articular una mayoría parlamentaria ni de obtener, cada uno de ellos, el respaldo electoral suficiente. Y como el Gobierno está en minoría, se acaba percibiendo como si fuera natural lo que es un uso perverso de la apelación a la opinión pública. Aquí ya no importan las pruebas. Importan las sospechas, que siembran la duda, y las calumnias, que no requieren contraste con la realidad. Que ningún partido de la oposición sea capaz de resistir esta tentación sugiere que los guardianes de las esencias de la democracia son los más dispuestos a librarse de sus reglas.