Luis Suárez
Cristianismo y femineidad
El Papa Francisco y muchos expertos historiadores y sociólogos con él han señalado en estos días que el problema más grave del mundo contemporáneo viene de la destrucción de la familia como célula social imprescindible. Roma ya pasó por esta experiencia, y el resultado fue ese derrumbamiento que seguimos calificando de caída del Imperio, aunque en realidad se trataba de un fenómeno interno de relevo social. El cristianismo, que seguía empleando los recursos jurídicos romanos, aportaba, sin embargo, una de las bases doctrinales que permitirían recuperar una sociedad haciéndola europea. Paso decisivo fue el Concilio de Nicea del año 430, donde se completaron y aclararon las dudas del helenismo: la comunicación entre Trascendencia e Inmanencia se había producido por medio de una mujer a la que se podía calificar de Theotokós, porque había llevado en su seno la naturaleza divina.
Al admitir esta tesis, que en la práctica tuvo que librar una larga batalla pues los varones, en la práctica, no estaban dispuestos a renunciar a la absoluta superioridad, hija del vigor masculino, que las antiguas sociedades otorgaran, el cristianismo aportaba una experiencia. La sociedad es el resultado de la ordenación de esa célula fundamental, en que hombre y mujer se unen para formar una sola personalidad que hace posible la transmisión de la vida. No se limitaba a la simple biología, pues la persona humana transmite también todos los valores del espíritu. A fin de cuentas, para bien o para mal, cada ser humano recibe en herencia ese patrimonio que constituye el saber en todas sus dimensiones, afectivas o intelectuales. Naturalmente en la familia la mujer adquiría una especie de predominio.
En María se destacaban esas dos dimensiones, virginidad y maternidad, que la doctrina cristiana declaraba inseparables y por las cuales luchaba en una sociedad que tiene siempre tendencias al desvío. Aquí el varón consiguió imponer en la sociedad nacida con Europa un curioso criterio de valoración: el adulterio de la mujer podía y debía ser castigado, pero el del hombre era considerado como una especie de trofeo que demostraba su superioridad. Las doctrinas correctas siempre son minoritarias. Todavía hoy, cuando se intenta legislar sobre el aborto, las posibles responsabilidades se asignan a la mujer, pero se silencia el hecho de que en la producción de esa nueva vida reclamando el «derecho» de la mujer a destruirla, ha tenido que producirse, incluso de manera artificial, una intervención masculina que comparte la responsabilidad. De este modo, al destruir el valor de la femineidad, que el cristianismo tratara de establecer, se quiebran los cimientos de la propia sociedad.
La revolución sexual americana, que es el título que los historiadores emplean para definir este gran cambio, tiene profundas repercusiones: el matrimonio deja de ser fusión de dos personas en una para convertirse en simple contrato temporal cuya duración se confía a la voluntad de quienes lo firman. Y todo ello se refleja también en los valores patrimoniales cambiando la esencia del trabajo. De nuevo, como sucedía con la esclavitud que la Iglesia consiguiera destruir, tras dieciocho siglos de combate, el dinero es propietario absoluto y el trabajo ha pasado a ser una simple mercancía que se somete a las conveniencias de la producción. El gran error de Marx estuvo ahí: el problema del proletariado tiene dimensiones éticas y no se resuelve por la simple aplicación del materialismo, que incluso lo empeora.
En el siglo XII, y partiendo del principio que trataba de inculcar a sus discípulos, San Bernardo de Claraval puso en marcha la primera revolución de la femineidad, aprovechando el agotamiento del feudalismo masculinista. Partía de una experiencia: la primera y más importante de las criaturas es una mujer, María, y no un varón, pues Cristo es engendrado, pero no creado. Invitaba por tanto a poner en marcha los valores de la femineidad, especialmente el sentimiento y la intuición. Nacieron monasterios como el de las Huelgas de Burgos que se inspiraban en estos principios y, tras los tronos de las nacientes Monarquías se alzaban las grandes figuras femeninas, como nuestras Leonor, Berenguela, Blanca y Mafalda sin las que la gran paz del siglo XIII se torna inexplicable. Tiempo de madurez y, para Europa, de un verdadero renacimiento.
Pero esto se perdió cuando el nominalismo invitó a lo mismo que nosotros hacemos: hacer del ser humano un mero individuo en lugar de una persona trascendente. Y a la larga la masculinidad impuso sus valores. Hoy se habla de una liberación de la mujer, pero se exige para ella un precio: la renuncia a las dimensiones de la feminidad para que ambos sexos puedan igualarse en aquellas dimensiones que la masculinidad había considerado suyas. No se exige del varón un reconocimiento de aquellas dimensiones humanas que hacen de la mujer un verdadero ser superior, sino la renuncia a ellas. Feminismo viene ser, de este modo, contrario a la femineidad.
El cristianismo advierte en consecuencia –y ésta es una de las afirmaciones que hallamos en los mensajes del Papa Francisco– que debe hacerse un esfuerzo para recuperar esas dimensiones perdidas como son el amor, el sentimiento y la intuición, que en la mujer resultan dominantes. De este modo, podremos volver a descubrir que la unión verdadera entre las dos dimensiones de la persona humana –hombre y mujer los creó, dice el Génesis– resulta imprescindible para una correcta construcción de la sociedad. Es indispensable invertir los términos quitando el protagonismo a los medios materiales. Como su mismo nombre indica, son medios y no fines. La sociedad actual padece las consecuencias de haber invertido los términos. De ahí la tentación de aquéllos que de algún modo alcanzan el poder: apropiarse del dinero que, a fin de cuentas, es el gran protagonista.
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