Carlos Domínguez Luis

Cuando quien juzga no es el juez

El «caso Bárcenas», el «caso de los ERE» en Andalucía, el «caso del accidente de Santiago» o, más recientemente, el «caso Asunta» –en el que se investiga la muerte de una niña acaecida también en aquella localidad gallega–, son buenos ejemplos de una práctica cada vez más frecuente, acuñada por los medios de comunicación y conocida –incluso ya técnicamente– como «juicio paralelo».

El profesor Espín Templado definió en su día este fenómeno como el conjunto de informaciones aparecidas a lo largo de un período de tiempo en los medios de comunicación, sobre un asunto «sub iudice», a través de las cuales se efectúa, por dichos medios, una valoración sobre la regularidad legal y ética del comportamiento de personas implicadas en los hechos sometidos a investigación judicial. Tal valoración se convierte ante la opinión pública en una suerte de proceso, de manera que las personas afectadas aparecen ante ella como inocentes o culpables.

Algunos estudiosos de la materia detectan en estos juicios paralelos campañas perfectamente planificadas a favor o en contra de las personas enjuiciadas, que pueden responder a razones de variada índole, desde las que podríamos calificar como «comerciales» (venta de un mayor número de ejemplares de periódicos o incremento de la audiencia) hasta las ideológicas o políticas. Por lo demás, las técnicas empleadas en los juicios paralelos son también diversas: la filtración, de forma sesgada e interesada, de datos del procedimiento judicial; la crítica profesional a los encargados del caso (por cierto, perfectamente legítima) o la difusión –esto no tan legítimo– de informaciones relativas a la esfera personal de éstos, a menudo con la finalidad de erosionar su prestigio o buen nombre.

Ahora bien, lo verdaderamente preocupante de los juicios paralelos es la presencia, en ellos, de dos notas. Por un lado, el sometimiento, a los implicados en el proceso judicial, a otro «proceso» en los medios de comunicación, carente de las garantías y derechos inherentes a los tramitados en los juzgados y tribunales. Por otro, la intencionalidad, consustancial a todo juicio paralelo, de influir o presionar a los miembros del Tribunal que conocen del proceso, para que éstos sigan la línea marcada en los medios y, en última instancia, confirmen, con su decisión, la «verdad» ya santificada por éstos. Incluso podríamos considerar una tercera derivada, pues no son pocos los casos en que, recaída una condena «de imprenta», ésta soporta con increíble inmunidad el envite de una posterior sentencia absolutoria. Y la cosa no queda ahí: conocida que sea la resolución judicial, no es infrecuente que los ataques se dirijan entonces contra el Tribunal que la dictó, por osar contravenir el dictamen ya consolidado en la opinión pública.

Una muestra de lo acabado de referir puede encontrarse en las recientes embestidas –ciertamente injustas– de las que han sido objeto los miembros de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Sus últimas decisiones en algunos casos sonados de corrupción política han sido analizadas por algunos medios desde la óptica de una excesiva «benevolencia» de esos magistrados con esta concreta modalidad delictiva.

Mucho podría discutirse acerca de las implicaciones jurídicas que el juicio paralelo genera –la principal: el tradicional debate sobre la prevalencia del derecho a la libertad de información o de los derechos fundamentales al honor, a la intimidad, a la propia imagen y, sobre todo, a la presunción de inocencia–. Como tampoco puede desconocerse que la libertad de información representa una de las grandes conquistas del Estado democrático de Derecho, cuyo papel ha resultado decisivo en el descubrimiento de hechos de importancia trascendental en nuestra historia reciente.

En verdad, el llamado periodismo de investigación, ejercido con rigor, sobre la base de fuentes contrastadas y con fines informativos, ha contribuido a la denuncia y esclarecimiento de auténticos escándalos que, de otra manera, habrían permanecido en un estado de silente impunidad. Alguien ha dicho –y estoy convencido de ello– que el derecho fundamental a la libertad de prensa y, en concreto, las investigaciones periodísticas orientadas a la difusión de informaciones veraces y contrastadas, constituyen hoy uno de los instrumentos esenciales para dotar de transparencia a la vida pública.

Cosa distinta son los juicios paralelos. Visto el panorama desde la azotea, no cabe duda de que éstos –especialmente los más virulentos– encierran una clara desconfianza hacia la independencia de jueces y tribunales, cuando no la negación misma del Estado de Derecho. En estos momentos, calificados por muchos como de crisis institucional, es importante que nos creamos que, frente al delito, el único Estado es el Juez. Y que la regla básica del Estado de Derecho consiste en que éste pueda tomar su decisión a solas con la Ley –lo que es diferente al aislamiento del mundo–.

Por ello, además de la deseable autorregulación en la materia –como expresión del compromiso de un ejercicio responsable de la profesión periodística– y de las facultades que la Ley pueda atribuir al Juez en orden a salvaguardar las garantías de los implicados en el proceso, no estaría de más rescatar del desuso –al servicio de estos fines– la figura del amparo a jueces y magistrados, prevista en la Ley Orgánica del Poder Judicial. Pues, como decíamos antes, el juicio paralelo conlleva siempre un intento de afección a la independencia de aquéllos.

¿Es concebible, a día de hoy, que alguna de las personas investigadas en los casos mencionados al comienzo de estas líneas no sea condenada? Ninguna ha sido juzgada todavía. Sin embargo, de la respuesta que demos a ese interrogante dependerá la eficacia práctica que se atribuya al juicio paralelo.