Julián Redondo
Cuestión de pegada
Cristiano ha marcado un gol en los últimos cinco partidos y, siendo un misterio su condición física –parece que arrastra problemas en una rodilla, que no está tan fresco como en el último trimestre de 2014, parece, parece, parece–, lo evidente es que se exprime... con menos jugo que antes. Celebra los triunfos del equipo, contribuye con su esfuerzo a obtenerlos, pero le falta el gol, un déficit que le mortifica porque Messi ha recuperado el estado de gracia. Cristiano es egoísta, perfeccionista, ambicioso y ganador nato; persigue títulos colectivos que le hacen inmensamente feliz si llevan su rúbrica, y le entusiasman los individuales. No disimula el enfado cuando sus remates los para el portero, salen fuera o se le adelanta Arbeloa. Es un coleccionista de trofeos, de récords, que grita al mundo en un auditorio y le importa un bledo que su aullido sirva de befa a las aficiones rivales. Cristiano es como es, un tipo más próximo a Mayweather que a Pacquiao; y lo suyo, como lo de estos dos púgiles que ahora descubre la mitad de la humanidad –la otra mitad vive ignorante de este combate viral– es cuestión de pegada.
Hace ya muchos años, alguien metió un burro en el bar de Santiago, en Lozoyuela. No había forma de desahuciar al asno, que se hizo el amo del angosto establecimiento. Entre la clientela se encontraba Paulino Uzcudun, gloria del boxeo español mediado el siglo XX; interrumpió la partida de dominó, se levantó y una vez enfrente del borrico le atizó un gancho de derecha en la mandíbula y lo tumbó. No fue necesario recurrir a la cuenta de diez segundos, «K.O.». A continuación, cargó con el cuadrúpedo y lo sacó del «cuadrilátero» a la calle, donde se repuso. Cuestión de pegada, una vez agotada la paciencia.
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