Francisco Nieva

De cine - I

Son las cuatro y media de la madrugada. Suena el teléfono: –«¿Diga? –Usted perdone, don Francisco, pero dentro de quince minutos le espera un coche a su puerta. –«¿Y por qué demonios...?». –«Porque tiene usted que venir al almacén, a reconocer una bicicleta del tiempo de la guerra, para que no cante y resulte anacrónico. Todo tiene que estar dispuesto, porque aquí empezamos a trabajar a las ocho de la mañana».

¿Qué había hecho yo para merecer ese trato? Aceptar ser el director artístico de « Ana y los lobos», de Carlos Saura. Y, posteriormente, de «La prima Angélica».

Ser el director artístico de dos importantes películas acarrea muy secretas desventuras por el estilo. Yo era ya una autoridad en el teatro español, después de una breve, pero muy brillante carrera en el extranjero. Aunque me precie de ser dramaturgo y escribir teatro desde los catorce años, animado por una obsesiva vocación, mi debut en el teatro lo fue como escenógrafo. Y con un éxito muy halagüeño. Tres temporadas en el Teatro Massimo de Palermo, alternando, como compañeros de programación, con Luchino Visconti y Franco Zeffirelli. Mi amigo, el diplomático Alberto de Mestas, cónsul general de España en Sicilia, me presentó a gentes del Massimo, que requerían un escenógrafo para «Capricho español», de Rimsky-Korsakov. El sobreintendente, barón de Simone, apostaba por los jóvenes profesionales de vanguardia más que por los nombres consagrados y tópicos.

Y el agraciado fui yo, que figuraba en París como un artista de vanguardia –abstracción pura y dura– desde hacía nueve años ya, y con poco éxito. El éxito me vino de aquel lado. Mi decorado para «Capricho español» fue resonante, y me acreditó lo suficiente para continuar practicando este oficio. Luego fue la Komische Öper de Berlín Este, y mi versión de «Cinderella» de Prokofiev llegó a pisar las tablas del Bolshoi. Ya con aquellas credenciales, mi éxito en España lo tenía bien asegurado. Yo volvía muy influido por experimentalistas del Este como Svoboda y mis espectáculos se hicieron famosos, desde «El rey se muere» de Ionesco hasta «El zapato de raso» de Claudel. Saura creía ponerse en buenas manos para una película tan ambiciosa como «Ana y los lobos», una hipérbole satírica de la España de Franco.

Se había elegido como escenario la casa de campo del político Maura, de un eclecticismo vulgar y aburrido, cuya fachada hubiera podido ser la de un cuartel de la Guardia Civil. El interior era muy vasto y muy tópico y yo debía hacer de aquel desierto una bella mansión señorial, atestada de ricos muebles ya pasados de moda; la mansión España, acogedora y cálida, pero en la que vive una familia por demás conflictiva, que viene a ser la trampa en la que cae una joven institutriz de habla inglesa –estupenda Geraldine Chaplin– que termina sacrificada por sus tres señoritos de la muy excéntrica familia, tres lobos humanos: Un militarista, que es el dictatorial regidor de la casa; el otro, un sexoadicto, rijoso, morboso y cerebral; y el tercero, un místico, que quisiera llevar una vida de eremita en el desierto. Para un público muy joven, que lo ignora todo de la España de Franco, Saura es tan excelente director que su película puede pasar por una de misterio y terror, tal cuidado ha puesto en la interpretación y ambientación enigmática de aquella casa España. Y con una calidad de imagen muy cerca del refinamiento japonés. Se olvida que, antes de Almodóvar, Carlos Saura nos puso en órbita en el radio de la filmografía internacional.

Para mí resultó un grave problema aquella reconversión de la muy vasta y vulgar casona de Maura, y decidí inspirarme en los decoradores y arquitectos ingleses de la época de William Morris, muy influidos por Ruskin, el gran historiador y crítico de arte. La particular aventura del modernismo inglés me costó tantas horas de trabajo, noche y día, como si hubiera cursado yo mismo la carrera de arquitectura en pocas semanas. Y así cumplí con mi compromiso de ser el director artístico de la gran producción. Hasta se barajó mi nombre para un Oscar como mejor dirección artística, pero se creyó que la casa de Maura ya era así desde al principio y había resultado el gran hallazgo en la localización del rodaje, demasiado auténtica para ser una dirección contemporánea, cosa que al final me halagó.

Seguiré contando en un próximo artículo, los avatares de mi aventura cinematográfica.