Ángela Vallvey

De las dos

Hacerle a alguien la pelota, dar con palabras o gestos el unto preciso para obtener una gratificación presente o futura, es un lógico ejercicio que la especie humana españolita viene practicando con asiduidad desde antes del Paleolítico. Yo imagino que cuando sobre la Tierra no existían más que un grupito de protozoos de forma cambiante, ya se producían movimientos ameboides en tal sentido, generados por el natural afán de fagocitar algún rastro de alimento; más de una y más de dos células eucariotas utilizarían su rudimentaria comunicación intracelular para hacerle la rosca a cualquier compañera parásita. Seguro. Por si pescaban algo. La ética pelota es un proceder universal, carente por completo de integridad, pero con mucha conciencia (de sí misma). La amabilidad y la adulación se parecen entre sí igual que el amor y el sexo. El primero es generoso; el segundo, un inversionista cicatero. Luego está el prototipo del mosqueado de nacimiento, que abunda por estos lares: esa buena persona que más que hablar arroja piedras por la boca –aunque en su casa todos juran que, en el fondo, es un cacho de pan–, a mí me seduce mucho como personaje o personaja intemporal. Desde que el Rey de España presentó su abdicación, la Monarquía ha visto afluir hasta las puertas de sus palacios (hoy día, más que palacios, quizás oficinas y/o cojochalets de extrarradio) una procelosa corriente de detractores más o menos cabreados, a la vez que emergía un cauce, igual de incontenible, formado por la clásica chupipandi del peloteo. Ambos, con vocación de sonrojo. Lo típico de las dos Españas, la esencia de lo que somos y venimos siendo, el yin y el yang ancestralmente ibéricos, la cansina dualidad del universo celtíbero de toda la vida. Es decir: la España del pelota y del tocapelotas, y etc...