Alfonso Ussía
Del amor y el odio
Aunque los «cambiacalles» del Ayuntamiento de Madrid apoyados por la señorita Causapié del PSOE lleven un tiempo callados, he sido informado de sus planes venideros. Caerán muchas placas de escritores del callejero madrileño. Por franquistas. Mi señor abuelo incluido, al que no le dieron la opción de ser o no ser franquista porque lo torturaron y fusilaron en Paracuellos del Jarama en noviembre de 1936, en el primer tramo de la Guerra Civil.
Como los «cambiacalles» de Podemos y la señorita Causapié son unos indocumentados, me voy a permitir destacar algún rasgo de don Pedro Muñoz-Seca. Nació en el Puerto de Santa María y engañó a sus biógrafos y a las enciclopedias. Se quitó dos años, no por absurda coquetería sino llevado de una ilusión. En cada siglo, sólo hay un año capicúa, y don Pedro quería pasar a la posteridad como hijo del capicúa del siglo que le tocó en suerte. El año 1881, y no 1879, que fue el de su nacimiento. Le seducían los capicúas. Cuando un notario de Zaragoza, Giménez Gran, le rogó que le dedicara un libro, Muñoz-Seca escribió: «Al gran Giménez Gran, notario y capicúa».
Don Pedro, doctor en Derecho y Filosofía y Letras, y dominador del latín, el griego y el hebreo, llegó a Madrid con 200 pesetas cosidas por su madre a los pantalones. El teatro era Madrid. Y al poco tiempo, sus liquidaciones en la Sociedad General de Autores de España era la más alta de la antigua SGAE. Se casó con mi señora abuela, Asunción Ariza, mujer de mucho carácter y con mayor belleza interior que exterior, con la que tuvo nueve hijos, entre los que se encontraba mi madre. Estrenó en Madrid más de doscientas comedias, entre ellas «La Venganza de Don Mendo», un clásico teatral, «Los Extremeños se Tocan», «La Oca» y «El Diluvio», las tres primeras éxitos clamorosos y la última recibida con un pateo descomununal. Se le ocurrió a Don Pedro meter en el Arca de Noé a dos polizones andaluces, y no se entendió bien su intención. También estrenó en El Puerto, en Sevilla, en San Sebastián y en Barcelona. «La Pluma Verde», en el Teatro Poliorama de Barcelona, donde fue detenido por la Policía de la República, trasladado a Madrid y encarcelado en la checa de San Antón. De ahí a Paracuellos, con sus famosos bigotes cortados y las muñecas atadas con un finísimo bramante que le llegaba a las venas.
Durante su cautiverio –de julio a noviembre–, don Pedro se dedicó a animar a todos sus compañeros presos en la checa. Su formación religiosa era notable, y organizó cursillos espirituales clandestinos en la celda que compartía con diez prisioneros más. Estableció el rezo del rosario en la cocina, que era una pocilga insalubre y caótica. Y escribió su poema a la lenteja. No a las lentejas, sino en singular. Porque encontrar más de una lenteja entre el líquido asqueroso del rancho era casi un milagro.
Sabedor de su final, se confesó con un sacerdote agustino en su celda y escribió su última carta a su mujer. En ella, perdona a sus verdugos y pide a Dios por ellos. Ofrece su sacrificio por Cristo y por España, y se despide de los suyos con una serenidad portentosa. «Como comprenderás voy bien preparado y limpio de culpas». A las 8 de la mañana, su cuerpo chocaba, acribillado, con la tierra de Paracuellos.
El próximo 12 de noviembre, en la catedral de Alcalá de Henares, se oficia una misa solemne con motivo de la apertura de su causa para la beatificación. Ya es venerable y mártir de la Iglesia. Con su causa, la de un número de religiosos y civiles con él martirizados y asesinados por órdenes de Santiago Carrillo y García Atadell con pleno conocimiento de Largo Caballero. Cinco mil inocentes yacen juntos, enterrados en diferentes fosas comunes en el altiplano sobre el Jarama. Más de veinte niños entre ellos, hijos de militares.
Los resentidos quieren quitarle la calle cuando la Iglesia se prepara para beatificarlo.
En fin, que la señorita Causapié y los forajidos de la venganza no han calculado bien los tiempos.
Su memoria está viva y vivirá siempre. Y si no es en una calle, lo hará en algún altar, siempre con el permiso de Rita Maestre, a la que tanto gusta mancillarlos. Igual que perdonó a quienes lo asesinaron, perdonaría de nuevo a los que pretenden fusilarlo de nuevo. Esa es la diferencia entre el amor y el odio.
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