Estados Unidos
Del principio de «autonomía» al de «racionalidad»
Si tuviéramos que caracterizar con un vocablo todo el periodo posterior a 1975 éste sería, a mi juicio, el de «autonomía». Acaso habría otros posibles, pero éste sintetiza en mi opinión la ratio de las decisiones más importantes tomadas a partir de tal año. La autonomía fue la nueva clave, un mito que se llevó a todos los órdenes donde esto era posible (regiones, ayuntamientos, empresas publicas, fundaciones. Universidades, y por tanto sentencias, doctrinas, etc). En principio, aquélla se corresponde con posibles valores democráticos, si bien es un craso error identificar autonomía con democracia. Aun así, como todo en esta vida, también la autonomía es obviamente un principio que evoluciona, hasta llegar a un momento en que necesita una adaptación. Y, si la autonomía fue la ratio vertebradora de todo el sistema de 1978, la «racionalidad» (económica) es el nuevo principio de nuestro tiempo, que observo desde que se empezaron a dictar leyes contra la crisis económica. La idea de racionalidad es, en cuanto tal, tan vieja como el hombre y, en el contexto de la Administración y el Derecho, se expresa a través de otros principios (interdicción de arbitrariedad, incluso de razonabilidad, etc.) pero lo nuevo no es esto, sino algo en relación más con la racionalidad organizativa en el contexto de la estabilidad presupuestaria, la sostenibilidad financiera o la eficiencia en el uso de los recursos públicos. Me permito erigir la racionalidad (económica) en el principio equivalente a aquel otro de la autonomía como vertebrador de decisiones, que no sustituye pero sí afecta en su esencia al de autonomía, cuyo quicio es organizarse como uno quiere gastando en consecuencia como es ajustado a eso mismo, lo que ha conducido a que, allí donde hay autonomía, exista una presunción hoy día de «centro de gasto» o despilfarro o descontrol, pero también de posibles abusos y deslealtades (la «satisfaction de soi»).
No se habla, en las nuevas leyes o decisiones, de que se está repercutiendo en la autonomía; pero el interés sin embargo es éste. Y me atrevería a decir que esta ratio de la racionalidad económica (ya no como manifestación sino como ratio) va a trascender del partido que gobierne. No necesariamente ha de significar ahorrar, si se demuestra que lo contrario es económicamente más rentable, pero sí reexaminar si la solución existente es la forma mejor de llevar a cabo los fines en cuestión. Es una lógica ésta que desde hace ya varios años veo en países como Alemania o Estados Unidos pese a que también he podido comprobar –en más de una conferencia– que esta ratio se contesta y mucho en este país ingobernable llamado España.
Posibles manifestaciones del nuevo principio son la necesidad de evitar duplicidades, examinar si existe una fórmula alternativa más económica de prestación de un servicio, conocer al menos el coste real de los servicios. Pero el desideratum sería avanzar más en la racionalidad en general, no solo económica y no solo afectando al mundo local sino también al regional. El mensaje último sería que la política empiece a ser algo más racional. Esto se contrapone a lo emotivo, propio por ejemplo del futbol (o de la «autonomía», por cierto, que es un concepto en el fondo menos racional que emotivo). En los territorios emocionales o autónomos debe avanzarse un mínimo al menos en la idea de racionalidad, examinando a dónde conducen algunas decisiones que se proponen y si los riesgos son rentables en coste-beneficio. Evidentemente se puede potenciar la autonomía (yo estaría incluso dispuesto a encajar tales territorios en la toma de las decisiones internacionales del Estado si ésta es la forma de sumar fuerzas y conseguir una mayor presencia en el exterior; o hasta admitiría repúblicas dentro de la Monarquía) pero el mínimo de racionalidad (no sólo económica) exige, por ejemplo, por encima de todo, algo tan básico como que la lengua oficial del Estado sea la lengua principal dentro de todos los territorios de dicho Estado, al menos en Administraciones y demás centros públicos. Hasta en los territorios eslavos en tiempos del imperio austrohúngaro era así.
Lógicamente, no es lo mismo tomar decisiones en un momento dado (1978), sin saber los resultados venideros, que analizar la cuestión ahora (2014) haciendo historia. Desde este ultimo punto de vista, hoy día puede decirse que fue un error esa andadura «pro autonomía» con que de un plumazo superamos un modelo político centenario (al menos, hoy puede decirse que la solución habría sido haberse plantado en el sistema francés, pues eso era Europa, que es lo que queríamos ser; es decir, lo que teníamos).
Pero igual que esto es cierto, también lo es que actualmente las decisiones han de tomarse en el contexto de la autonomía, pero también de la racionalidad.
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