Joaquín Marco

¿Después de la corrupción?

No hay día en el que los medios no descubran en una u otra parte de España un nuevo caso de corrupción político-económica. Constituye casi un deporte nacional, ración que hemos de digerir con más o menos disgusto, de modo que la impresión que tiene el ciudadano es que la vida del país gira en torno al descubrimiento de corruptos y que el país está sumido en un problema irreversible, fruto casi natural de una inmoralidad colectiva. El término mismo, corrupción, puede resultar también equívoco. El Diccionario de la Real Academia nos remite al verbo corromper en cuya tercera acepción podemos advertir una definición cercana al fenómeno: «Sobornar a alguien con dádivas o de otra manera». La extensa lista de corruptos que puede observarse a lo largo de la historia muestra siempre, en efecto, una relación con el mundo económico. Bien es verdad que, gracias al prestigio que alcanzó ya en el Siglo de Oro la novela picaresca, España ofreció una imagen tan singular como poco edificante. Sin embargo, difícilmente podría calificarse de corrupta la actitud del Lazarillo de Tormes frente al ciego, sino como engaño. Será en todo caso la situación que adquiere ya en su madurez, cuando narra, lo que podría tacharse como equívoca ética. Sin embargo, no hay que remontarse a épocas tan lejanas, aunque diseñen una clara laxitud moral, para adentrarnos en los problemas de hoy con una sociedad tan distinta. Alguien ha entendido que en los países donde triunfó el protestantismo las conciencias se manifiestan más estrictas que en los católicos, donde la mera confesión borra cualquier pecado. Pero cualquier relación que podamos establecer entre el destape de corruptelas y determinadas posiciones religiosas es aventurada, y más aún cuando la propia Conferencia Episcopal declaró el pasado lunes que el fenómeno provoca «gran alarma social y despierta gran preocupación entre los ciudadanos».

Aquella pobreza secular, paliada con la colonización americana y con escasos intentos, en el siglo XIX, de establecer una estructura industrial con relativo éxito en el País Vasco y Cataluña, vendría a justificar una cierta anormalidad que caracterizaría la esencia misma de lo español. Pero no es necesario ir a remover tan lejanas cenizas. Sólo cabe observar los fenómenos que se producen en el pasado siglo, marcado por una guerra fratricida y sus consecuencias, para descubrir los orígenes de la corrupción que hoy nos sitúa entre los países más problemáticos de nuestro entorno, aunque andemos entre los cincuenta primeros en limpieza social. Lo que podríamos reprochar a los herederos del franquismo se ha extendido como el aceite por amplias zonas del cuerpo social y durante la Transición en la dirección misma de partidos que, en teoría, se situaban lejos de las corrupciones. Muchos se preguntan cómo puede ser que formaciones y personajes que se han mostrado corruptos sean votados y hasta aplaudidos por la ciudadanía. Tal vez porque en ella se extendió con el tiempo una gran dosis de escepticismo. Se desconfió de la política entendida como una mala arte. Pero el vacío moral, reciente en el tiempo, ha favorecido en los dos últimos años el nacimiento de dos nuevas formaciones, Podemos y Ciudadanos, que pueden dar al traste con el tradicional bipartidismo. El hueco ha sido llenado por formaciones que parecen limpias, comprometidas con la transparencia. El PP y el PSOE, con sus diferencias, o CiU u otras formaciones, que jugaron un papel determinado desde la Transición, se entienden como contaminadas. Se olvida a menudo que aquel paso pacífico de la dictadura a la democracia tuvo un precio social, muchas renuncias y el silencio respecto a ciertos vicios adquiridos.

Bucear en el ayer permite comprender mejor, aunque no justificar, un presente que a todas luces parece demoledor. Pero en el fenómeno complejo de la corrupción que observamos hasta en los más altos e impensables personajes, se obvia la función de los corruptores. No existirían corruptos en cualquier estadio de la vida social de no haber corruptores. En los últimos meses se han elaborado leyes que habrían de facilitar la transparencia de los cargos públicos. Sin embargo, nada o muy poco se ha hecho para lograr detectar aquellos personajes o empresas que representan determinados intereses. En los países más avanzados se admite y controla la existencia de lobbies, sujetos a determinadas normas en su relación con la clase política. La legislación española permite, incluso en el ámbito parlamentario, dudosos comportamientos. Los partidos políticos, nuevos y viejos, deberían presentar en sus programas actualizados reformas que evitaran, si ello es posible, el predominio de las fuerzas económicas sobre las políticas. Los ciudadanos podremos votar una y otra vez, pero cualquier resultado electoral no conseguirá evitar nuevos casos de corrupción si no se quiebran los vasos comunicantes. Los corruptores seguirán disponiendo de fórmulas para captar a los posibles corruptos. Resulta una ingenuidad creer que un programa electoral, por sí mismo, podrá quebrar una relación que existe en todo el mundo, salvo que se establezcan fórmulas para debilitar este fenómeno, que en los años de bonanza se contempló con mayor indulgencia. Sin embargo, cabe desterrar también algunos tópicos entre nosotros y de cara al exterior: no somos un país especialmente corrupto, sino que no se han creado las leyes que impidieran confundir lo público con lo privado; conviene, asimismo, desterrar leyendas históricas y circunscribirlas a hechos, como la posguerra española, que gravitan todavía sobre los comportamientos. Las elecciones, aunque puedan dar un vuelco a las formas de gobierno, no van a resolver, de no proponérselo en un pacto de Estado, los problemas de una corrupción que es connatural con el mismo poder. Nada más difícil que desterrar los que ya se han conformado como vicios sociales. Pero no ha de ser el combate contra la corrupción el detonante del comportamiento del votante, sino la ilusión ante un futuro razonablemente diseñado. No habrá un después de la corrupción, sino atajamos con una actitud global y no partidista la invasión de fuerzas económicas dominantes. Don Dinero seduce muchas conciencias.