Restringido

Dos historias

La Razón
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El vídeo ha dado la vuelta al mundo. Un niño pequeño, con gorra, degüella con saña un osito de peluche mientras le jalean al grito de «Alá es grande», que él repite. Al fondo de la escena se ve la siniestra bandera negra del Estado Islámico. Con las violentas cuchilladas brota algodón en vez de sangre. El niño, que en circunstancias normales dormiría abrazado a ese peluche, se convierte en un «cachorro de la yihad», como lo califica la propaganda islamista. Pronto estará entrenado para derramar sangre humana en nombre de Dios. Se comprueba así que lo perverso no es el islam, sino el islamismo. Difícilmente puede encontrarse una prueba tan clara de perversión como esta imagen. Sus instigadores le han robado la inocencia y, desde ese momento, el mundo es más triste e inseguro. El relato es, me parece, una buena metáfora de la barbarie de hoy, que nos amenaza a todos. Aquí cerca, la historia de Ayoub el Kahzzani, el terrorista que atentó contra un tren en Francia, no es más que la ruidosa consecuencia de ello. El origen, la explicación de todo, está en el peluche degollado. En mi breve viaje a Francia he detectado, en ambientes muy distintos, una gran preocupación por la «invasión musulmana» y un rechazo creciente a la ola migratoria de los miserables que huyen de la barbarie. Conviene no olvidar, observando la historia, que toda barbarie tiende a ser contagiosa y acostumbra a ser contrarrestada con otra. Como contraste, me ha impresionado el caso del norcoreano Ji Seong-hog, que ha recorrido con muletas seis mil kilómetros para huir de la barbarie encarnada por el régimen tiránico de su país. Ha contado su tremenda historia en el Foro de Oslo para la Libertad, sin poder contener las lágrimas. A partir de 1994 la gente de su ciudad se moría de hambre y el dictador Kim convirtió aquello en un campo de prisioneros, que eran trasladados en trenes de mercancía. Ji, con su madre y su hermana, se colaba en los trenes y recogía a escondidas carbón para malvenderlo. El 7 de marzo de 1996 el muchacho se desmayó de hambre subiendo al vagón. El tren lo atropelló y perdió una pierna. Fue operado sin anestesia. Diez años después no pudo más y huyó con su hermana a través del río Tunmen helado, en pleno invierno. Atravesó con sus muletas China, Laos, Myanmar y Tailandia para llegar a Corea del Sur y vivir en un país libre. Este impresionante ejemplo de superación, huyendo del hambre, del sufrimiento y de un régimen opresor no se diferencia mucho del de millares de refugiados de África y del Próximo Oriente que golpean estos días con fuerza las puertas de Europa. La mayoría son seres humanos desvalidos y desesperados con razones de sobra para merecer una mejor acogida. Cualquiera de ellos puede ser otro Ji Seong-ho y no faltan los que huyen de la tierra donde los niños se entrenan degollando ositos de peluche al grito de «Alá es grande».