Cristina López Schlichting
El cuarto de baño feroz
La nueva hostelería entraña graves peligros, cuanto más lujoso el hotel, peores. Presentando «Los días Modernos» estoy recorriendo España y durmiendo en tantos establecimientos que ya no recuerdo el número de habitación cuando me preguntan en el desayuno. «No lo sé –dije el martes en Valencia– pero le juro que estoy alojada aquí». Mi cara de pena movió a una simpatiquísima empleada a creerme. En caso de dificultad, no hay como un ser humano para salir adelante, me desesperan las nuevas máquinas de cobro, que engullen silenciosamente mis billetes en los mostradores o las neveras de comestibles en grandes gasolineras desoladas como tanatorios, donde se anhela hasta un mal gesto o un desprecio, con tal que sea personal.
Yo pensaba que un buen hotel te hace las cosas fáciles, pero estoy constatando que cierto desarrollo tecnológico es incompatible con la sencillez. Ahora hay ascensores que se programan desde los pulsores exteriores (¿y si cambias de idea sobre el piso a visitar en mitad del trayecto?), grifos que responden a células fotoeléctricas y gestionan el agua como un coitus interruptus y cortinas que se corren con mando teledirigido y se disparan en mitad de la noche. En Granada el sábado protagonicé una de Míster Bean cuando, incapaz de accionar la ducha, me metí en la cabina y cometí el error de cerrar las puertas a mis espaldas. En ese momento salió el chorro, horriblemente caliente y yo recordé el caso de un hombre que falleció porque se desvaneció en una bañera donde se escaldó con un grifo hirviente. Atrapada en aquel metro cuadrado no sabía si forcejear con los extraños mandos en busca del agua fría o probar suerte con los picaportes para salir del tenderete. Opté por lo segundo y, con la piel enrojecida, mojé todo el piso y me resbalé con el jabón. Decidí secarme sin más. Era demasiado arriesgado continuar.
Fue en un hotel de Almería donde los mandos a distancia regulaban las luces y aprendí a moverme a oscuras, incapaz de someterlos, y la tele del dormitorio se encendió sola y, ante la vergüenza de llamar de madrugada a los empleados, cubrí el aparato con mantas y almohadas hasta que dejé de oírlo y pude conciliar el sueño. En mis luengos viajes reporteriles por este mundo he dormido en literas de camiones de transporte internacional; en fondas repugnantes del profundo Yemen y hasta en el suelo, pero nada, nada, nada me ha resultado tan intrincado e irresoluble como un hotel dotado de las últimas modernidades. Ruego a las autoridades hoteleras que no nos atribuyan a los viajeros una inteligencia superior ni conocimiento tecnológico alguno. Que piensen que bastante tenemos con andar por esos caminos de Dios como cómicos de la legua o coplistas ciegos y que recreen en las fondas y apeaderos, en la medida de lo posible, un colchón inmóvil, una cortina vertical, dos grifos (uno azul y otro rojo) e interruptores en las paredes. Los viajantes más cortitos se lo agradeceremos un montón. Y les dejo, que tengo que ponerme crema en las quemaduras.
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