Alfonso Ussía
El deambulante
Deambula. En América ya le han visto el tupé. Cayo Lara se lo cargó en el vestuario. –Usted no sale y además no lo quiero en mi equipo–. Le quedan Llamazares y Federico Mayor Zaragoza. Dos extravagancias amortizadas. Felipe González anunció que si el deambulante era admitido en el PSOE, devolvería inmediatamente su carné de socialista. Hay gente del cine español y argentino que llora sus pasos y besa sus huellas. Se ofrece a defender a todo aquel que le reporte popularidad. Le fallan los cálculos. Deambula. Para mí, que el día que Javier Gómez de Liaño renuncie a la defensa de Bárcenas por alguna mentira a destiempo, se pondrá el primero en la cola para sustituirlo. Apenas caza. No acude a los toros ni se sienta en los burladeros de la vanidad. Algunos temieron que fuera instituído como el aglutinador de todas las izquierdas. Ahora cena en Gibraltar con Picardo. –Baltazá, a ver zi me llevaz a cazá a la zierra de Jaén y yo a cambio te nombro llanito de honó». Porque ya me dirán de qué otra cosa hablaron en la amable cena al socaire del Peñón.
Va y viene. Eso lo hace muy bien. Es, con toda probabilidad, el hombre que mejor va y viene del mundo. ¿A qué va, a qué viene? se pregunta la humanidad entera. No importa. Las respuestas rompen el enigma. Asesor de Santos en Colombia. Asesor de Correa en Ecuador. Asesor de la Kirchner en Argentina. «¡Una, dos y tres! Tres asesorías en el redondel! Una, dos y tres». Ha pulido su vestuario gracias a su ajetreo internacional. Viaja más de gorra que Hebe de Bonafini, con quien tanto quiere, como Miguel Hernández con Ramón Sijé en su prodigiosa Elegía.
Recuerdo un cuento de Gila. La señora que deseaba casarse y acudía a todas las bodas. Cuando el sacerdote preguntaba a la novia ¿Quieres a Manuel por esposo?... ella se incorporaba en su banco y gritaba «¡Y si no quiere, para mí!». Deambula. Se presenta, se pone a disposición y al final, nada. A ver, Gibraltar. En la izquierda española está muy arraigada la razón colonial de Gibraltar. Franco hizo de Gibraltar una obsesión reivindicativa y apoyar la españolidad de la colonia equivale a ser franquista, que son así de simples y tajantes. Que renuncien a la Seguridad Social, que también es franquista. Pero me desvío. ¿Se ha ofrecido a Picardo para defender la siembra en los fondos del estrecho de los bloques de hormigón gancheados que imposibilitan a los pescadores faenar en sus aguas? ¿Se ha ofrecido a Picardo para representar en la Justicia internacional a los pobres gibraltareños sometidos a la dureza de la frontera con España? ¿A qué ha ido a Gibraltar Baltasar Garzón? ¿Porqué la Prensa sabía a qué hora y de qué modo iba a cruzar el paso hacia el edén del contrabando, el paraíso fiscal, y la caja fuerte de los dineros negros allí amontonados? No es Gibraltar un territorio con futuro para la izquierda radical que el juez suspendido por prevaricador representa. Pero va y viene, deambula, intriga, y no se da por satisfecho hasta que no lee su nombre, de nuevo, una vez más, en las portadas de los periódicos.
Nada hay de desprecio o distancia anímica en este escrito. Hay tristeza. Hubo un tiempo en el que muchos creímos en Baltasar Garzón. Se adelgazó de forma constante y paulatina la columna de sus seguidores, hasta que quedaron sólo sus indiscretos compañeros en la ideología. De juez que instruía mal pero con aparente buena voluntad pasó a ser un juez que instruía peor con artes y oficios nada deseables. No obstante, mantuvo en las izquierdas no pensantes un cierto prestigio, y supo aprovechar hasta el máximo su imagen de justiciero perseguido por la injusticia. Lo malo es el tiempo. El tiempo es poco conciliador con la farsa, y siempre pasa la maldita factura. Garzón ha intentado entrar en la alta política, y los suyos le han dicho que naranjas de la China. Garzón ha estado a punto de asesorar a todos los presidentes americanos. Le quedan tres y los contribuyentes se preguntan, en Ecuador, en Colombia y en Argentina, el motivo de sus generosidades. Ahora Garzón pretende triunfar en la abogacía, pero no ha convencido a nadie. Y le queda Gibraltar. Una nimiedad, un cuesco de pulga, un eructillo de berberecho. Pero insistirá. Me alegraría por él para que al fin, descansara sus piernas y sosegara sus pasos. Pero no me hará caso. Lo suyo es deambular.
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