Martín Prieto

El discreto encanto del comunismo

Sería necesario otro Gibbon y su monumental «Decadencia y caída del Imperio Romano» para describir el estrépito geológico del derrumbe del socialismo real. Hará falta una perspectiva de siglos para acometer una obra tan ingente porque la polvareda del cataclismo aún no se ha posado y los sobrevivientes del sueño de Marx se dedican al cultivo de champiñones en cavas: mucha mierda y ninguna luz. La Alemania unificada equiparó el comunismo al nazismo, aunque ambos rebrotaron tímidamente bajo otros nombres y otras excusas. El postcomunismo se ha retorcido a sí mismo hasta el esperpento de la monarquía hereditaria en Corea del Norte o la electiva de la familia Castro en Cuba. El paracaidista Hugo Chávez nunca leyó a Marx o Engels o a sus exégetas pero fue un comunista con su propio apellido; como aquel personaje de Moliere que hablaba en prosa sin saberlo. Cayo Lara es comunista pero te da la tarjeta de otra cosa. Gaspar Llamazares vende comunismo pero no osa citarlo por su nombre. La Nomenklatura de Podemos se encuentra a la extrema izquierda de los bolcheviques que masacraron a los marinos de Kronstadt por pretender una revolución con elecciones, aunque sustituyen la hoz y el martillo por un círculo vacío en el que cabe cualquier cosa y no nos consolamos de la extinción de los dinosaurios aunque el comunismo sea cuestión de paleontólogos. También al ser humano le gusta asomarse al abismo de la maldad. Balzac en el XIX ya advertía que «El socialismo que se cree moderno, es un viejo parricida. Siempre mató a la República, su madre, y a la libertad, su hermana». Es metafísicamente imposible que la sociedad española por envilecida que esté dé tanto voto desinformado a esta milonga de guitarreros comunistas más o menos criollos. O las encuestas yerran, o se precipitan, o el efecto catódico de las televisoras tiene consecuencias neurológicas. Monedero por Madrid. Otra vez de Corte a Checa, la de Políticas de la Complutense.