Museo Reina Sofía
El Guernica
Cuando Picasso pintó el Guernica estaba calentando la cama a tres mujeres. El mortal Picasso reflejó el dolor mujer que sentía a su alrededor mientras Dora Maar documentaba la hercúlea obra de su hombre. Tal vez por eso los expertos dan una visión un tanto feminista a ese gigante. La excelente exposición que se puede ver en el Reina Sofía explica cómo llegó el genio al cuadro de los cuadros pero no da ninguna pista de si esa pintura valió para algo más que para convertirse en un icono de la paz como el tiempo ha demostrado, un póster en la conciencia de Occidente, el estribillo pop en una cadencia de metralla. Picasso no evitó ninguna guerra porque los que se arrodillan ante él son ya antibelicistas. Los que cargan cañones no saben qué cojones significa una cabeza de caballo más que las que dejaba en la cama El Padrino. El Guernica es un gran mural que no tiene precio pero demuestra por desgracia lo poco que puede hacer el arte de nuestro tiempo por cambiar el mundo. Los nazis que pisaban los talones al malagueño siguen enseñando los dientes en Europa. Las vanguardias se murieron y trajeron otras corrientes. Ni Picasso ni «Senderos de gloria» ni «Apocalipsis Now» terminaron con las trincheras, aunque ahora no estén en el corazón de Europa. Todavía. El Guernica es un lamento en sí mismo por lo que no puede conseguir, un gatillazo del priápico Picasso, un grito de impotencia. He ahí su auténtica razón de ser. La cultura modela el mundo para el que la consume y la entiende. Fuera de ese entorno está el abismo. Picasso parece decir que, a pesar de su talento, la violencia está tan asimilada a la hora del telediario que estamos inmunizados ante la barbarie, lo que nos hace bárbaros también. No puede hacer nada más que pintar con una rabia que se retroalimentará generación tras generación como parte de una energía negativa y atroz. El Guernica no puede evitar la muerte y el sufrimiento de los inocentes. Uno sale de la exposición con la idea cultureta de que ha visto un trabajo magnífico aunque cuando encarrila el camino hacia Atocha se pregunta si algo hubiera cambiado de no existir esa obra maestra. O si las cosas serían diferentes si en vez de esos viandantes paseara un personal de atrezzo, o sea, si nuestra propia existencia ha cambiado en algún sentido el rumbo de la historia.
Los muertos siguen quejándose a nuestro paso de haberlos dejado partir, y lo que tal vez sea peor, sin engalanar la barca o quitándoles honores por no estar en el bando que en este momento manda, como si ellos hubieran tenido la oportunidad de elegir. Uno se alegra de que «el último exiliado» esté a buen recaudo. Así debe ser. Lo que está por ver es si estaríamos decididos a defenderlo, y de qué manera, si el toro embiste y la madre llora de nuevo.
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