Alfonso Ussía

El mero

Leí en mi juventud con creciente asombro la tragedia poética «Cui-Pin-Sing» de Agustín de Foxá. Con su inacabada crónica novelada de la Guerra Civil «Madrid, de Corte a Checa», lo más alto que nos ha dejado su talento. Sin olvidar, claro está, su poema en la antesala de la muerte «Melancolía del Desaparecer». En «Cui-Pin-Sing» se habla de un domador de peces. Don Agustín imagina los rincones extravagantes y exóticos de la China imperial, y le cabe en la figuración un domador de peces. Conocí en mi juventud a un majadero que se creía domador de ciprinos dorados, esos peces tan innecesarios que enrojecen los estanques. No lo tenía amaestrados. Simplemente se acercaban a él cuando espolvoreaba el agua con un pienso harinado que emocionaba gastronómicamente a los ciprinos. Y uno de los grandes personajes de P.G. Wodehouse, protagonista de muchas novelas de la saga de Jeeves y Bertram Wooster, socio del Club de los Zánganos –el Drone´s–, no es otro que Gussie Finknottle, que tenía cara de pez y su única dedicación, aparte de la barra del gran club de los vagos, era la de amaestrar salamandras. En la primera producción cinematográfica del comandante Cousteau, «El Mundo del Silencio», uno de sus submarinistas ayudantes estableció una relación de amistad con un enorme mero. Daba a entender el oceanógrafo que el mero es el único pescado capacitado para aprender a soportar al hombre bajo la superficie del mar.

Meses atrás supe de la existencia de un submarinista asturiano que ha reunido, en una reducida línea de costa, a una ejemplar familia de meros. Y me invitó a conocerla. Se trata de su única familia. Mientras estuvo embarcado en un pesquero de altura, su mujer y su hija se convirtieron en «putes». Un hecho chocante le abrió los ojos. Desembarcaron en Avilés el esfuerzo de un mes de duro trabajo en aguas del Gran Sol. Veinte toneladas de bacalao. Y con el dinero fresco en el bolsillo, en compañía del armador y el patrón del barco, cenaron los mejores mariscos y unos chuletones de ternera, y se fueron de parranda, de «putes». En la barra del «Piano-Bar» aguardaban clientela su mujer y su hija. Y como es obvio, se devolvieron los regalos, los anillos, los recuerdos, y cada sector familiar, el de la pesca y el de «les putes», recobró la libertad.

Necesitaba el afanoso burlado olvidar su amargura con alguna ocupación nueva. Y se dedicó al submarinismo. Una mañana se topó con un mero. Y el mero, en lugar de huir, se apresuró a besarlo. Nada más grande que los labios de un mero. No son los meros peces de mi predilección porque me recuerdan a una anciana parienta que nada me quiso durante mi infancia. El cariño entre el submarinista y el mero fue creciendo, hasta que éste le presentó a su mera favorita. Y un día, eso tan rotundo y poderoso que se conoce por naturaleza, estalló en vida y de aquel amor entre meros nacieron decenas de meritos. La familia estaba completa, y nuestro submarinista la visitaba todos los días de tiempo apacible y vientos calmos.

Ayer me llamaron para anunciarme su muerte.

Me trasladé a la pequeña localidad costera donde vivía. Sus más cercanos me confirman que falleció ahogado como consecuencia de un mal golpe de mar y la presencia inesperada de una gran roca. Pero que murió feliz, de vuelta hacia la costa, después de despedirse hasta el día siguiente de toda su familia. Tenía escrito que no quería ser hueso ni ceniza bajo tierra. Era creyente. –Lo más hermoso que ha creado Dios ha sido la mar. Y lo más grandioso. El día que muera, quiero descansar en el fondo de mi costa, con la cadena y el ancla amarrados a mi cuerpo. Allí donde la mar se hace más profunda, en la linea de los cantiles. Y atrapada por el ancla, una cruz de madera de castaño. Para que siempre me acompañe–.

Cumplimos estrictamente sus deseos. Su cuerpo enjuto amarrado a una larga y pesada cadena, con el ancla y una cruz, se sumergió en la mar, a la altura de los cantiles, con una naturalidad y una sencillez asombrosas. Con toda probabilidad eligió para descansar el espacio de su familia, el paraíso de los meros. De arribada al puerto, no intercambiamos ni una palabra. Orden cumplida. En el malecón aguardaban su mujer y su hija. Guapas y compungidas. En los cantiles, lloraban los meros.

No es un cuento de verano. Sucedió tal como lo he intentado narrar.