Alfonso Ussía
El «orangino»
Dos modas que jamás comprenderé. Las mujeres que se operan los labios y los hombres que se tiñen el pelo. De los segundos, aquellos que se encuentran estupendos con ese castaño anaranjado que no existe en la naturaleza. Permítanme un farde gratuito. Desde joven he querido tener canas y sólo ahora, con mucha discreción, empiezo a conseguirlo. Soy de la opinión de que el hombre canoso enloquece a las mujeres. Ahí mis queridos amigos –y primos hermanos entre ellos– Guillermo Luca de Tena y Andrés Fagalde. De teñirme el pelo, elegiría el blanco, y más ahora, con la final de la Copa de Europa a media legua de tiempo.
Luis Escobar llegó al restaurante «Club 31» en la calle de Alcalá, de Madrid. En una mesa, un hombre de cronología invernal, coetáneo suyo, acompañado de un jovenzuelo. Se conocían. El hombre mayor se incorporó para saludar al gran marqués de las Marismas del Guadalquivir, que toma título. Se había teñido el pelo y lucía anaranjado. -Hola, hola. ¿Vienes de Valencia?-, preguntó Luis. El otro se acomplejó un poquillo y no respondió a la pregunta, pero le presentó al jovenzuelo: -Luis, me gustaría presentarte a mi sobrino-; - no es necesario, querido, lo conozco divinamente. Fue mi sobrino la semana pasada-. A pesar del tinte, al del pelo mandarina le brotaron las canas.
El hombre inteligente y elegante permite que el tiempo vivido se manifieste sin prudencias. Es imposible engañar mediante trucos quirúrgicos. Esos bisoñés, esos entretejidos, esos casquetes, peluquines, postizos y periquillos resultan tan cómicos como ridículos. Sea recordado el gran futbolista del Sporting de Gijón Valdés, motejado como «La Maquinona», por su honrado esfuerzo durante los partidos. Nadie sabía que era calvo. Centró el argentino Ferrero y remató Valdés de cabeza, con tan mala fortuna, que el balón salió disparado hacia la izquierda y el peluquín hacia la derecha. El portero se lanzó a despejar el peluquín mientras el balón entró en su portería. El árbitro anuló el gol, y Valdés superó su complejo de calvo. No volvió a usar el postizo.
No alcanzo a entender a Berlusconi, tan pícaro e inteligente. Lo tiene todo a su favor, hasta las sentencias condenatorias. Ha sido condenado a trabajos sociales durante un año. No es condena abrumadora. Cuatro horas a la semana ayudando a enfermos de Alzheimer. En su primer día de cumplimiento de condena llegó hasta la residencia de los enfermos en un prodigioso coche y rodeado de catorce guardaespaldas. Es un tipo simpático. Muy golfo, querido y aborrecido a partes iguales. Pero llevaba el pelo «orangino», castaño mandarino, como los atardeceres claros acuñados por Antonio Gala, de «crepúsculos anaranjados». Pelo ralo y naranja, tono batata, modelo Selección de Holanda, inapropiado para un millonario libre y absolutamente inadecuado para un deudor de la Justicia. Pero sobre todo, y ante todo, inadmisible en una persona de tan sobrada, demostrada y brillante inteligencia.
Eso que se llama «la clase» no es otra cosa que la natural adaptación de cada uno a sus tiempos y circunstancias. Me refiero a la clase estética, que abre los interiores y hasta se enorgullece de los despojos que visitan a los hombres cuando los años lo determinan. Un tipo que se pone tinte en el pelo es, ante todo, un descomunal hortera. Como el que disimula su calva. Como el que intenta alfombrar con extraños entretejidos la tonsura que los tiempos imponen.
Pero de hacer el ridículo, que sea el menor posible. Y a los hombres de demostrada inteligencia hay que mostrarles el camino de la discreción capilar. Mal el tinte, mal la peluca, mal el entretejido, mal el postizo. Pero jamás anaranjado. Ese naranja que no rejuvenece nada y amplía los espacios de la carcajada es consecuencia de orígenes muy confusos.
Berlusconi, no engañas a nadie.
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