El desafío independentista

El pacto de la Generalitat y la corona

La Razón
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La arriesgada «operación Tarradellas», una de las jugadas más audaces de Suárez, y el comportamiento, entonces, de las fuerzas nacionalistas moderadas contribuyeron decisivamente al encauzamiento de la autonomía en Cataluña. La presión de la calle, con la multitudinaria manifestación de la Díada, el 11 de septiembre de 1977 «libertad, amnistía y Estatuto de autonomía», hizo el resto. El 30 del mismo mes se restablecía por real decreto la Generalitat de manera provisional, aunque todo el mundo sabía que iba a ser de forma definitiva. La posterior negociación del Estatuto, no presentó obstáculos serios, todo lo contrario que el Estatuto vasco. Los negociadores de CiU ni siquiera estuvieron interesados en obtener un régimen fiscal particular. Es más: no lo querían y lo rechazaron. La histórica manifestación del pueblo catalán ayudó a los arriesgados planes del Gobierno, que conocía bien los recelos del Ejército y de una parte de la clase política. O sea que en este caso la presión de la calle sirvió para curarse en salud y seguir adelante.

Encajar firmemente a Cataluña y al País Vasco en España fue, junto con la implantación constitucional de la Monarquía parlamentaria, la gran obsesión de Suárez como gobernante. Esto explica que doce días después de las primeras elecciones generales, el 27 de junio, sorprendiera a todos recibiendo en la Moncloa a Josep Tarradellas. Una semana antes, había recibido a Joan Reventos al frente de una representación de los socialistas catalanes, que habían sido en estas elecciones del 15-J la fuerza más votada en Cataluña, seguida de los comunistas del PSUC. Los nacionalistas quedaron los terceros, prácticamente empatados con UCD. Esta falta inicial de apoyo popular a Jordi hizo que Suárez reconsiderara sus planes iniciales y se inclinara por la baza de Tarradellas. Luego se comprobó que entre Pujol y Tarradellas nunca hubo buena sintonía. Reventós exigió en aquella entrevista la derogación de la ley de 5 de abril de 1938, que eliminó la Generalitat y el Estatuto, y la creación de la Asamblea de Parlamentarios, con el propio Reventós como «conseller en cap» o jefe de Gobierno. El presidente Suárez sólo accedió a la creación de la Asamblea de Parlamentarios.

Para entonces ya había puesto en marcha la «operación retorno”»del antiguo político republicano, después de una serie de de contactos secretos. Uno de los primeros que tuvo la idea de «ligar una Monarquía no asentada y una institución no reconocida» fue Manuel Ortínez. Amigo de Tarradellas y con buenos contactos en Madrid propuso «que la Monarquía reconozca a la Generalitat y la Generalitat reconocerá a la Monarquía». El encargado de llevar la propuesta al Clos de Mosny, la residencia en Francia de Tarradellas, fue Andrés Casinello, destacado miembro de los servicios secretos. El informe de Casinello a su vuelta desprendía entusiasmo: «Irradia dignidad... Conmueve verle, oírle o discutir con él. Vale para una tragedia. Al final lo que desea es entrar en Barcelona y que los mossos le rindan honores».

Fue un verano de intensas y duras negociaciones. Por fin, el 23 de octubre, entre el clamor popular, el viejo Tarradellas pronunciaba en Barcelona ante la multitud su famoso «Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí». La llegada de Tarradellas fue el impulso irreversible al proceso autonómico. Pero significó mucho más. Aquel día se establecía solemnemente el pacto entre la Corona española y la Generaltat, algo parecido a lo que pasó con la aceptación de la Corona por el PCE de Carrillo a cambio de su legalización. Los dos pactos aparecen hoy quebrantados. El pacto de la Generalitat ha funcionado razonablemente bien durante cuarenta años, hasta que unos ambiciosos y atolondrados políticos catalanes, aprovechando la crisis económica y la debilidad de las instituciones estatales, han intentado liquidarlo por su cuenta y riesgo, rompiendo con la Constitución. La pretendida ruptura con España y la proclamación de la República es, más que una traición, un error histórico. Para esta indigna operación de derribo, de gravísimas consecuencias, también se ha apelado al clamor de la calle. Es la única semejanza con aquella primera Diada, en la que las gentes no pedían la independencia, sino, pacíficamente, la autonomía. Esta vez las gentes han sido movilizadas, y lo siguen siendo en esta campaña electoral, con falsas promesas imposibles. Entonces prevaleció la ilusión. Cuarenta años después, la frustración y el desconcierto.