Cristina López Schlichting
El problema del 155
Los amigos me lo decían hace mucho: aquí, el Estado ni está ni se le espera. Este verano, visitando los maravillosos pueblos de la Cerdaña, me impactaba comprobar una y otra vez que en la plaza, el ayuntamiento, el cruce principal, ondeaba la estelada. Y aún me sorprendía más que mis amigos catalanes no se inmutasen y aceptasen como inevitable que los independentistas impusiesen a todos, naturales y visitantes, sus enseñas, inventadas para certificar la existencia de un país de fábula. Era como ver al rey desnudo y comprobar que absolutamente nadie le echaba un capote sobre las vergüenzas. En esta parte del territorio nacional se pintan los mapas que a cada editorial o maestro le da la gana, se censura el castellano cuando conviene, se pone la enseña que a cada jerifalte le parece.
En los próximos días, por el artículo 155, la Administración de Cataluña y su seguridad van a depender de unas escalas jerárquicas cuya fidelidad no está clara. La razón no es el desafecto natural ( al menos no en la mayoría de los casos) sino que la lealtad ha sido comprada. Me explico. Como la Administración del Estado es puramente residual, por el traspaso de competencias, los empleados públicos han pasado a depender de la Generalitat. En los últimos 11 años se han perdido 5000 puestos de funcionarios del Estado y se han sustituido por otros tantos puestos locales. Como revela el catedrático Andrés Betancor, de la Universidad Pompeu Fabra, en 2016 por ejemplo, el Ministerio de Justicia asignó más de 500 plazas a Cataluña. La Generalitat decidió finalmente no sacarlas a concurso para evitar que las ocupasen opositores. Las cubrió con interinos y temporales de su directa elección. Lo mismo ha ocurrido en los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, donde la presencia de agentes nacionales ha sido intercambiada por Mossos d’Esquadra.
A menudo se cobra mejor sueldo con esta fórmula que con la antigua. A esos empleos han accedido jóvenes formados en el nacionalismo, con endebles referencias nacionales. A la vez, se ha ido reduciendo la migración del resto de España, porque la lengua usada como instrumento político ha hecho de eficaz barrera. Un juez o un cirujano de cualquier otro punto tienen complicado pedir un traslado sin saber catalán. Al margen de las instituciones, se han aprovechado todo tipo de mecanismos para poner la sociedad civil al servicio del nacionalismo, desde asociaciones de padres o vecinos a clubes deportivos populares, pasando por organizaciones como ANC y Omnium Cultural hasta editoriales, periódicos locales y de barrio, radios o televisiones privadas, abundantemente regados con subvenciones.
En Cataluña hay muchos funcionarios leales y profesionales rigurosos, pero quienes asumen ahora las competencias autonómicas tienen delante un enrevesado ejército civil, silencioso y bien organizado, conjurado para hacer naufragar cualquier intento de instaurar en Cataluña la pluralidad de ideas existente en España y el cumplimiento de las normas constitucionales. En definitiva, en Cataluña hay tejida una red clientelar difícil de remover y muy viscosa si el poder central necesita utilizar sus resortes.
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