Casa Real
El Rey
Vivió a la sombra de su padre y ahora vive a la sombra de su hijo. Siempre sirviendo a la Corona. En medio, entre estas dos servidumbres, se las arregló para traer la democracia y defenderla, convirtiéndose en un gran rey, uno de los mejores de la historia de España. En todo tiempo amó a su pueblo y procuró ser rey de todos los españoles.
Un día lejano, en tiempo de la Transición, me dijo en su despacho de la Zarzuela: «Nosotros somos amigos, ¿eh?». Y yo no tuve más remedio que responderle: «No, no señor; los reyes no tienen amigos».
Don Juan Carlos bajó la cabeza como asintiendo y observé por primera vez la tristeza de su mirada. Luego he comprobado que es uno de los rasgos de su personalidad. El día que abdicó pensé: el Rey está solo, más solo que nunca, por eso se va; por esas vueltas caprichosas del destino y por lo quebradiza de la memoria, los españoles han dejado de ser «juancarlistas»; ni siquiera le agradecemos los servicios prestados. Por fallos personales y enredos, la familia real sufrió un grave deterioro en la convivencia y hace tiempo que dejó de ser para él un refugio cálido y seguro, tan necesario cuando se avecina el crepúsculo. La soledad del Rey se agudizó con la muerte de Adolfo Suárez, que había sido su principal colaborador en la titánica tarea de cambiar la Historia.
Venían nuevos tiempos y había que dejar paso. Traspasó la corona a su hijo y se hizo a un lado con elegancia. Un generoso acierto. Lo que no esperaba es que ni siquiera se le invitara a la solemne celebración de los 40 años de democracia. Había reservado su agenda para ese día y se ha sentido excluido. Un golpe bajo. En la presentación de la obra faltaba el autor. ¡Qué disparate!
El protocolo ha prevalecido sobre la gratitud y sobre la razón. Los autores del desaguisado –por cierto, tampoco hemos sido invitados los cronistas de la Transición; a mí, al menos, no me ha llegado la invitación, aunque sí a la nieta de la Pasionaria– excluyendo al padre han prestado un mal servicio al hijo. Ha sido, me parece, el primer fallo de su breve reinado. Sin pretenderlo, el padre ha brillado por su ausencia con una luz propia e inesperada.
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