Toni Bolaño
El silencio de los corderos
El objetivo de la educación no solamente es atiborrar a los niños y los jóvenes de conocimientos. Es una condición necesaria pero no suficiente. En las escuelas, con el apoyo de los medios de comunicación –sobre todo los públicos–, se deben formar ciudadanos y ciudadanas con criterio. Formar personas con espíritu crítico, con herramientas de juicio, capaces de analizar situaciones y formarse opinión en función de datos objetivos. Sin embargo, parece que la tendencia es otra. Por un lado, el ministro Wert hablaba de españolizar a los niños catalanes. El nacionalismo opta por lo contrario, por el adoctrinamiento independentista. La televisión pública –y también en las escuelas aunque decirlo sea políticamente incorrecto– ha optado por ser una máquina de fabricar historias y formatear mentes para tener personas sumisas que sigan sin pestañear el pensamiento único.
Que un crío diga sin titubear que «en 1714 Cataluña dejó de ser independiente» es sólo un ejemplo de este formateo ideológico que acaba en conclusiones como esta «España tendrá que rendirse». El habitual argumento lineal de buenos y malos. El pensamiento único es lo que tiene. El que se niega a aceptar sus conclusiones es expulsado. Los catalanes no independentistas son fachas, antidemocráticos y no son patriotas. Una parte de la sociedad trata de imponer su voluntad a otra creando una ilusión de unanimidad, como decía el pasado domingo Javier Cercas, en base «al temor a expresar la disidencia».
El derecho a decidir se ha planteado como la máxima aspiración democrática. Sin embargo, no es más que populismo. Y los populismos han dado soluciones en la historia que se alejan de la democracia y la participación. La democracia se sustenta en el respeto a la legalidad y en la dirección política que escucha el movimiento ciudadano. Pero el movimiento ciudadano no marca ni la democracia ni la legalidad. Ciertamente, las leyes pueden cambiarse con el legítimo juego de mayorías y minorías, pero nunca saltarse a la torera.
Hoy España tiene una legislación determinada. Si no gusta, el ordenamiento jurídico pone al servicio de los ciudadanos y de la política las herramientas necesarias para cambiarla. Lo que no está contemplado es saltarse la ley a favor de unos principios por legítimos que sean. Esto es lo que pretende el nacionalismo populista para justificar sus actuaciones. Incluso, para justificarse no duda en poner en cuestión que España sea una democracia. «De baja intensidad» dijo en su día el portavoz de la Generalitat. Hoy está planteada una discusión, la política tiene que asumir su rol y plantear soluciones en base al diálogo y la negociación.
Esto es lo que ha dicho, ni más ni menos, la Unión Europea. Que todo proceso debe enmarcarse en la legalidad. Pero, aquí también surge ese populismo que niega la evidencia. No hay peor ciego que el que no quiere ver y se tira de manual formateando las mentes. A pesar de las palabras de Almunia y el comunicado de la UE, Cataluña seguirá siendo un estado de Europa porque Europa «no puede estar sin Cataluña». Es la hora de la política. De la política con mayúsculas, de la dirección política. Los cambios sin dirección están condenados al fracaso y a caer en manos del populismo.
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