José Antonio Álvarez Gundín

El tributo del ébola

Hay un puñado de españoles que emplea sus vacaciones de verano en viajar a países del Tercer Mundo para socorrer a la gente más pobre, sobre todo en África e Iberoamérica. Su altruismo y generosidad los hace ejemplares, admirables, dignos de aplauso. También hay unos pocos miles de compatriotas, en torno a los 13.000, que dedican no sólo un mes, sino toda su vida a ayudar a los parias de la tierra. Éstos son los misioneros, seguramente los mejores españoles del mundo, los que de ser incorporados a la Marca España, la cubrirían de honor, dignidad y coraje. Ahí está el caso de Miguel Pajares, de la Orden de San Juan de Dios, que ha entregado sus años y su sabiduría médica a sanar a los desheredados de Liberia. Hasta que ha entablado su combate más decisivo contra el ébola, el virus que se extiende a gran velocidad y salta continentes. Otros muchos como él, en Ruanda, en Burundi, en Goma, en San Salvador... han sucumbido a los machetes, a las balas y a la enfermedad. Con ellos hemos aprendido durante años la geografía siempre cambiante de la muerte y hemos recitado atónitos la tabla de la sangre que se multiplica. No son noticia cuando ganan una vida, sino cuando pierden la suya. Sus razones no hallan voz en 30 segundos de telediario y suelen balbucear en el formato tabloide. Un día, mucho antes de que fuera abatido en Kigali por los hutus fanáticos, le pregunté a un religioso por qué los misioneros no abandonaban su puesto ante la emboscada segura y mortal, por qué no retrocedían ante la bayoneta hambrienta o el virus letal. «No aspiramos al martirio, me respondió, ni somos héroes o locos aventureros: sólo estamos donde Dios quiere que estemos». O sea, jugándose la piel por la gente que nada tiene, ni siquiera su propia piel, que la perdieron sin habérsela jugado. Chapó.