José María Marco
Elogio de la vieja política
Hay quien acaba de describir la «nueva política». Tiene gracia, porque hace cien años, Ortega intentó movilizar a su generación, los cachorros regeneracionistas, es decir, los señoritos que tenían que haber democratizado el régimen liberal de la Monarquía constitucional, con una apelación a la misma «nueva política» frente a la «antigua», de la que aquellos treintañeros renegaban como de algo aburrido, «demodé», «outdated». (Si algún lector no entiende estos términos, es que no está preparado para la nueva política. Muy mal). El resultado de aquella petulante y novísima política es que hasta 1975, más de medio siglo después, los españoles no tuvimos la ocasión de volver a descubrir las virtudes de la vieja, muy vieja política: el diálogo, los pactos, el gradualismo, las reformas. La «nueva política» nos llevó a dos dictaduras, la convulsión republicana, la guerra civil. Muy divertido todo... Y sumamente novedoso.
Menos mal que Mariano Rajoy es ajeno a cualquier veleidad de invención política, como volvió a dejar claro en la entrevista que ayer le hizo Carlos Herrera. No hay por qué estar de acuerdo con todo lo que hace para comprender que su gran virtud, aquella que le falta a casi todos los demás agentes políticos de nuestro país, consiste, precisamente, en su alergia a los eslóganes, a las experimentaciones, también a las recetas mágicas y al arbitrismo. No hay forma de reducir la realidad a una consigna. La política, la política democrática y civilizada –se entiende–, consiste en un ejercicio interminable de movimientos, casi siempre pequeños, que tienen que tener en cuenta la infinita complejidad de la realidad.
Por eso mismo, en el caso español, como en el de muchos otros países, son preferibles los grandes partidos. Los grandes partidos no ofrecen soluciones mágicas, ni son un «lobby» para conseguir un determinado objetivo. Son el fruto y el instrumento de un debate permanente entre opciones distintas, a veces muy dispares, pero que conducen a una decisión que debe tenerlas en cuenta a todas, por lo menos en la medida de lo posible. Esto no resulta tan entretenido como ir proponiendo recetarios, ni tan vistoso como andar calcando medidas aplicadas en otras circunstancias. Tampoco ofrece la intensidad especial de los grandes momentos. En cambio, sí que asegura la estabilidad –en la medida de lo posible, otra vez–, precisamente porque, en vez de eslóganes efectistas y novedades, se fija en lo primordial: tener en cuenta los intereses y las opiniones de los demás. No hay nunca nada más nuevo.
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