Ángela Vallvey

Engaños

La Razón
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Decía Stephan Zweig, hablando de Casanova, que se creía un filósofo con el deber de divertirse «a costa de los tontos», de engañar a los vanidosos, estafar a los simples, robar a los avaros y burlar a los maridos. En resumen, el mítico conquistador se habría arrogado la misión divina de castigar la estupidez de este mundo, y para ello se valía del engaño, que elevó mucho más arriba de la simple categoría de arte, hasta convertirlo en una aparente virtud «moral», en un deber existencial. Eso le permitía a Casanova ejecutar sus correrías con la conciencia limpia (o eso creía él), de manera sencilla. Su concepción del mundo lo abocó a perpetrar desmanes que no pensaba que lo fueran. Había adoptado el papel de justiciero que repartía por doquier escarmientos, y además se tenía por un genio de «temperamento insuperable». La auto-justificación de su conducta le facultaba a ensañarse con quienes no eran como él. No porque pensaran diferente (apenas les otorgaba la facultad de «pensar»), sino porque estaba convencido de que aquellos a quienes defraudaba eran unos perfectos imbéciles. Podría haber habitado dentro de un oscuro círculo infernal dantesco: daba el tipo. Casanovas embaucadores sentimentales, políticos, económicos... tienen, como se decía antiguamente, muchas camándulas, o sea, asaz truhanería; poseen el gen de la astucia y, como fingidores, serían merecedores del Oscar al mejor actor. Camandulear también es representar, adular, chismear, mentir, simular que se siente fervor por alguien a quien, en el fondo, incluso se desprecia... El casanova del engaño suele ser un gran camandulero, si ello sirve a sus fines. No utiliza la fullería para seducir mujeres y, con ello, burlar a sus maridos (aunque también), sino que frecuenta el engaño porque el único camino que sabe transitar es el de la apariencia. Pero no hay que subestimar su sagacidad y talento: hacen falta –como explica la ciencia– muchas y buenas sinapsis entre neuronas ciertamente espabiladas para acordarse de todos los líos, falsedades, argumentos falaces y simulacros malversados con los que cautiva a los incautos... Aunque, tal como advertía La Rochefoucauld, creerse más listo que los demás suele ser tarde o temprano una garantía para caer en cualquier trampa tonta. Y no solo eso, sino que lo peor del trapacero profesional al estilo de Casanova, del falsario entusiasta, que prolifera en estos tiempos de augusta posverdad, es que, a quien mejor engaña, es a sí mismo.