Alfonso Ussía

Es muy cariñoso

En verano, una parte de la humanidad trasladada a otros lugares, lo hace en compañía de sus perros. En invierno, las playas inacabables del Cantábrico admiten en su paisaje el dibujo del hombre y el perro paseando por sus orillas ante la inmensidad gris del mar norteño. En verano, si el sol aparece y se despereza, las playas se llenan desde las primeras horas de la mañana. Está prohibido llevar perros a la playa, pero es conocida la afición de los españoles a saltarse las vedas y prohibiciones.

Humillando mis costumbres, así como trasanteayer, disfruté de un amanecer prodigioso en la playa. Deduje por la hora que nadie se adelantaría a mi paseo, pero me equivoqué rotundamente. Ya había gente, incluído un grupo familiar con un cocodrilo hinchable. Lo malo de los cocodrilos hinchables es que terminan por ser hinchados y el espectáculo resulta pavoroso. En las playas, quizá por la desnudez, se conoce mejor a los semejantes, aunque duela lo de semejantes. Abandoné, rumbo al cabo de poniente a la familia madrugadora, y proseguí el romántico, melancólico, flemático y parsimonioso paseo chapoteando con los pies sobre la muerte de las olas. Oí a mis espaldas otro tipo de chapoteo, más frenético que el mío. Detuve mis pasos, volvíme y me encontré con un simpático «rotweiller» que me mostraba los dientes. No los enseñaba por que le había entrado la risa como consecuencia de mi aspecto. Me los mostraba, como definió el gran P.G. Wodehouse, con evidentes deseos de mutilación. Por fortuna, accedió a obedecer a su amo, que desde la distancia que les separaba lo llamó ordenándole más serenidad y respeto: «¡Rufo, quieto!». «Rufo», en efecto, se mantuvo en su sitio pero no dejaba de observar mis piernas como si se tratara de dos cazuelas de angulas. Al fin llegó: «No se preocupe, es muy cariñoso», me comentó el extraordinario imbécil. «Será muy cariñoso con usted. Y a un perro tan exclusivamente cariñoso con su dueño y no con los demás, hay que llevarlo atado y con bozal en un espacio público. Además, cada veinte metros hay unas tablillas en las que se advierte la prohibición de traer perros a la playa». El homínido me despreció: «¡Vamos "Rufo", que aquí hay un señor al que no le gustan los perros!».

Me gustan, y mucho, los perros. No los que molestan y menos los que muerden, pero el resto, que son mayoría, me encantan. Tuve un labrador negro «Sem», que me dio mucho que hacer y al que quise con locura. El problema de «Sem» no era el de «Rufo». «Sem» quería a los humanos, pero abominaba del resto de los perros. Se peleaba con todos los machos que encontraba a su paso, y aquello era pesadísimo. De haber visitado mi casa el por entonces activo y sanguinario «Comando Vizcaya» de la ETA, «Sem» habría recibido a sus miembros con toda suerte de zalemas, saltos y cabriolas. Pero no toleraba la presencia de otro perro macho en su territorio. En cierta ocasión se merendó a un chihuahua, y fue muy desagradable. «Sem» me acompañaba durante mi trabajo, y era un gran aficionado a la música romántica y barroca. También al folclore del norte de Argentina, y en concreto, a las zambas salteñas. Y le ponía muy nervioso el flamenco. Hasta en ese detalle estaba compenetrado con su dueño. Pero me dio, a lo largo de su prolongada vida, bastantes disgutos con los dueños de otros perros, a los que siempre atendí, y les ofrecí toda suerte de disculpas. Jamás fue a la playa. Por su culpa y porque estaba terminantemente prohibido. Me gusta cumplir con las leyes y las normas establecidas por las autoridades competentes.

De cualquier manera, hay que distinguir entre unos perros y otros. Cuando abandoné la playa llegaban familias con sus niños. Se lo advertí a todos: «Cuidado, que por ahí hay un majadero con un "rotweiller"que responde al nombre de "Rufo", que les puede dejar sin hijos». Entonces sucedió lo que tenía que suceder. Los hombres somos más cobardes que las mujeres. Y más tontos. Una mujer lo solucionó. Llamó a la Guardia Civil. Cinco minutos más tarde se vió llegar al coche de la Benemérita. Diez minutos después, abandonaba la playa el cretino con «Rufo». Quince minutos habían pasado cuando el dueño de «Rufo» recibió un papel en el que se leía que por saltarse una prohibición y llevar al perro sin correa y sin bozal tenía que abonar cuatrocientos euros de multa.

La ovación resonó en toda la playa.

Era «muy cariñoso», pero le salió por cuatrocientos del ala.