Alfonso Ussía

Escena pobretona

Probablemente elegida y meditada. Nadie pide la estética del Rey apareciendo con un manto de armiño y la Corona sobre su cabeza. Francia es una república, pero sus actos institucionales están sobredimensionados de solemnidad. Y qué decir de los Estados Unidos. En Londres, el brillo y la pompa de la Monarquía son una fuente de ingresos turísticos inagotable. Pero en España, ese complejo de pedir perdón a quienes no tienen derecho alguno de solicitarlo, también se ha contagiado a la Casa del Rey y a la Casa Real, que no son la misma cosa.

Cuando Don Juan, convencido del rumbo democrático impulsado por su hijo, manifestó su deseo de renunciar a los derechos históricos y dinásticos de la Monarquía española, pensó en hacerlo, como buen marino, sobre la cubierta del «Dédalo» en aguas de Cartagena, las últimas que navegó en España rumbo al destierro su padre Don Alfonso XIII. Adolfo Suárez provenía del franquismo y no supo interpretar la importancia fundamental de aquella renuncia. Se rechazó el deseo de Don Juan. Fernando Álvarez de Miranda y Antonio Fontán promovieron la posibilidad de que la renuncia tuviera lugar en el Salón del Trono del Palacio Real. Propuesta denegada. Enrique Tierno Galván y Joaquín Satrústegui gestionaron la idea de que el desprendimiento de toda la carga histórica de Don Juan en beneficio de su hijo, el Rey, se produjera en el Congreso de los Diputados, ante congresistas y senadores. A la papelera. Don Juan estaba profundamente ofendido. Se lo dije: «Señor, a este paso, le van a decir que renuncie en un comedor privado de "Jockey"». Don Juan, el Viejo Rey, dio un respingo: «Espero que no, porque son capaces de obligarme a pagar la factura». Al final, se hizo en una ceremonia acomplejada ante el ministro de Juticia y a la que no asistió el Presidente del Gobierno. Sucedió que toda la grandeza estética prohibida, la compensó Don Juan con sus palabras, sus gestos y su emoción. «Majestad, por España, todo por España».

El lunes, el Rey abdicó la Corona de España. No se trataba de un acto oficial de todos los días, sino de una decisión trascendental y una comparecencia única. También hubo complejo. Una imagen pobretona, en su despacho y cinco minutos que pudieron ser diez, por lo menos. Un traje gris y una corbata verde amarillenta. A su espalda, alguna fotografía del Rey, el Príncipe y Don Juan. Emotivo, fundamental y extraordinario por la singularidad del momento, el contenido. Pobre y deslavazado el continente. Bien el fondo y mal la forma. Creo que podría haberse grabado su abdicación en el Salón del Trono del Palacio Real, con el Gobierno en pleno, representantes de todas las instituciones del Estado, dirigentes de los partidos políticos, jefes de las Fuerzas Armadas y demás altos cargos con la Reina y los Príncipes de Asturias presentes durante la lectura de las palabras del Rey. Por otra parte, tengo el honor de haber estado en bastantes ocasiones en el despacho del Rey, y es un despacho amplio y agradable, que se comunica con el salón de audiencias del Palacio de la Zarzuela. Las cámaras hicieron lo posible para convertir el despacho del Rey en el despacho de un subdirector general adjunto a la presidencia de Correos y Telégrafos. Podrían haberse esmerado un poco. Los escenarios también son Historia y se convierten en Historia futura. No hay que temer las reacciones y las críticas de los de siempre.

Entre el chándal de los tiranos y la uniformidad de Isabel II hay un largo abanico de posibilidades. El Rey no estaba pronunciando un mensaje de Navidad. Estaba abandonando el trono después de 39 años de formidable Reinado. No sé, pero un poco más de gusto y estética institucional no hubieran estado de más. Escena pobretona para un acto fundamental. El Rey abdica con sus alabarderos dándole guardia. No con fotos familiares.