María José Navarro

Espejito

La Razón
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Ha salido el típico estudio sobre cómo son los turistas europeos dentro de su propio continente. Según el papelito, los ingleses reconocen que en cuanto salen al extranjero se colocan lo más colorido del armario y que llevan una pinta que jamás se atreverían a lucir en las islas. Los franceses hacen turismo de punta en blanco, seguidos, cómo no, de los italianos. Estos últimos pueden ser localizados desde la Estación Espacial Internacional por sus gafas de tonadillera y el reguero que deja el perfume milanés. De nosotros se dice poco y malo: somos unos mendas de cuidado. Tampoco nos caracteriza nuestra afabilidad, porque nos ganan los irlandeses, los holandeses y los escoceses. Pero, mis queridos amigos, hay un aspecto en el que destacamos y no es precisamente para limpiarse de polvo la solapa: estamos considerados como los turistas más deshonestos. Nos espanta, porque nosotros nos creemos los más decentes del universo, pero resulta que vamos siempre a dar el palo y resulta, además, que nos han pillao. Hay detalles, sin embargo, que quizá hayan pasado a los encuestadores inadvertidos y que dan la medida exacta del turista español. El turista español se caractetiza por gritar mucho en las plazas. Da igual la hora que sea, se llega y se grita y así se llama la atención por el salero, la simpatía y la golfada eterna. Se viste siempre de plumas en invierno, lo más gordo que se pueda, y en pirata en verano. En los sitios cerrados también se entra a voces y se ponen caras raras ante la gastronomía local. Se puede añadir, ya después de haber pedido un pacharán en copa de balón, que como en España no se come en ningún sitio. El turista español podría ser localizado desde un satélite espacial por un don único: meter la pata con muchísima soltura. Si hay un lago donde viven unos cangrejos ciegos endémicos y se les advierte de que el óxido está acabando con la especie, el viajero español tirará un euro que llevaba suelto. Al suelo, que vienen los nuestros.