Francisco Nieva

Excesos escenográficos

Todo puede ser noticia y novedad. Y yo sólo hablo de lo que sé, del permanente fenómeno del teatro. La vocación es algo tiránico, que determina nuestro futuro. Algo o alguien tiene que suscitarla en el paciente vocacional. La mía se basó en el regalo humanista por excelencia: un teatrito de cartón, editado por la casa Seix y Barral de Barcelona. Yo jugaba a convertir en teatros hasta las cajas de cerillas. Yo quería abarcar todo el teatro, comenzando por su magia plástica, por su visualidad. Para mí nada había tan ingenioso y espectacular como la tramoya del siglo XVII y sus famosas Glorias en movimiento. Y, en esto, me convertí en un maestro que tuvo notables atrevimientos. Como hacer del telón de boca para el Marat-Sade, de Peter Weiss, un panorama de manicomio simbólico, con colchonetas de celda para violentos, con agujeros por los que asomaban y se agitaban brazos y piernas de figurantes, y por los que una mano arrojaba al escenario trapos sucios y otros detritus.

Pero aún había más: este telón se levantaba al revés, formando una especie de toldo sobre el espectador. Un toldo con bolsas que se abrían y dejaban caer octavillas y manifiestos de carácter estético o político. Y, asimismo, hice del pasillo central otro escenario, una cárcel con sus barrotes, dentro de la cual locos prisioneros desafiaban gestualmente a los espectadores, creando un clima de expectación y de ansiedad. También contaba la reproducción exacta de un buey abierto en canal, fresco y sangrante, inspirado en el famoso cuadro de Rembrandt.

Muchas revistas caras de escenografía reprodujeron mis inventos. Mi fuente con esculturas que se movían, para «La marquesa Rosalinda», de Valle-Inclán. La reproducción, en grande, de la profusa y desgonzada Torre marina –dibujo fantástico de Víctor Hugo– para «El convidado de piedra», de Tirso de Molina.

De todos aquellos ilustres teatros en los que trabajé, el más entrañable para mí es el Massimo de Palermo, cuyo sopraintendente era el Barón de Simone, que acogía en su teatro muchas producciones de vanguardia. Un día le pedí: -«Querido barón, ¿por qué no puedo pasar una noche con el vigilante nocturno, en su despachito, haciendo con él la ronda de vigilancia? Necesito vivir esta noche, fundirme con las sombras de un gran teatro, vivir sus horas muertas, el misterio de su vacío nocturno». Y De Simone me lo concedió y me presentó al vigilante nocturno, Pietro Calli, que accedió divertido.

En el cuchitril del vigilante lucía un reloj grande, marcado con las horas de ronda. En la primera, hicimos un gran trayecto, incluso por los telares más altos, que crujían misteriosamente. De repente, venía una brisa de no de sabe dónde, un rabo de viento que levantaba esos crujidos en el silencio del telar. -«Aquí corren aires del siglo pasado, aires de Verdi», dijo Pietro Calli. Los pasillos eran fantasmales. Y el fantasma, el público ausente. El escenario estaba atestado con los elementos decorativos del «Turandot» de Puccini, la ópera que a la sazón se representaba.

A la vuelta de una esquina me topé con otro fantasma que me sobresaltó. -«¡Mamma mía! ¿Qué es esto?». -«Este trasto es el último traje de Turandot. -«¿Esto es un traje?». -«Sí, por cierto. Y tiene que endosarlo Alida Kemp, una voz de oro, un verdadero ruiseñor. Ella saca los brazos y acciona por estas aberturas. A más de uno nos lo ha llorado ya en el hombro».

Luego, Pietro Calli, añadió: -«Estos tíos de Turandot, son «tutti matti», locos de atar. La povera diva tiene que arrastrar ese traje metálico con ruedas, sacar los brazos por estas aberturas y quedar como los propios ángeles. La diva ha hecho un esfuerzo sobrehumano y todo ha resultado bien».- «Y yo lo celebro», le contesté. - «Hay que estar locos en el teatro para inventarse un traje así, un traje que es una escultura con ruedas en su base, en la que la diva debe acomodarse y cantar con naturalidad. ¿Cómo es posible?»

Todo es posible en el teatro, gracias al talento de sus grandes vocacionales, su imaginación y su atrevimiento. Para mí, una lección maestra y un ejemplo de aparente y genial insensatez. Yo me creía audaz y original, pero a todo hay quien nos gane por puntos. ¡Maldición!