Lucas Haurie
Feminismo inquisidor
Desde la comisaría política para asuntos vaginales de Huelva, Rosario Ballester perpetúa la batalla del poder totalitario contra la libertad. Embiste la doña hacia cierta trilogía porno-soft de gran éxito, y también contra los zapatos de tacón, en esa obsesión por controlar la ética individual que siempre han tenido los dictadores. El lobby feminista es una nueva inquisición que no renuncia a deponer jueces ni se sustraerá de la tentación de publicar su «Index librorum prohibitorum», con la lamentable consecuencia de equiparar a la muy mediocre Erika L. James con luminarias como Erasmo, Descartes, Hume o Zola. Por suerte, la prenda está sin desasnar y no le llegan los conocimientos para organizar en la Plaza de la Merced una hoguera como la de 1933 en la berlinesa Bebelplatz, donde ardieron 40.000 volúmenes de, entre otros, Brecht, Freud y Zweig. Si hubiese roto a leer en su juventud, podría montar una exposición de arte degenerado, «Entartete Kunst», con diseños de Manolo Blahnik en lugar de obras ridiculizadas de Klee, Munch, Kandinsky o Chagall. Al final, Ballester manifiesta la eterna alergia del mandón a la libertad de pensar por uno mismo, de leer por uno mismo y hasta de follar por uno mismo. La intolerancia, el poder y la burricie conforman un cóctel peligrosísimo que inevitablemente tiende al integrismo y a la anulación del individuo. Doña Rosario, aunque la pobrecita lo ignora, transita caminos escabrosos. Debería relajarse para gozar de las enseñanzas de Epicuro. Y de las sádicas aventuras de Juliette; y, si osa, de las aficiones de Leopold von Sacher-Masoch.
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