Cristina López Schlichting

Francisco y la Ley

La Razón
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Hay muchas pruebas de que Francisco es un gran Papa, entre otras, que suscita las mismas reacciones que provocó Jesús. El Señor fascinaba a pobres y pecadores, pero tenía una inquietante capacidad de irritar a intelectuales y poderosos –con excepciones, como Nicodemo, José de Arimatea o tal vez Pilatos, que creo que vio la Verdad, pero fue un puto cobarde–. La misericordia que derrochaba con publicanos, mujeres de mala vida o pescadores medio analfabetos, ponía muy nerviosos a los miembros del «stablishment», que no entendían por qué no se dejaba guiar por ellos, que se consideraban perfectos, justos, letrados, que creían saber mejor lo que era correcto. En estos días bellísimos, en que Francisco ha decidido abrir de par en par las puertas de nuestra casa a todas las mujeres desgraciadas por el lastre del aborto, a todas las que se creyeron esa inmensa mentira materialista y capitalista de que una carrera laboral, o un hombre de duro corazón o la hipocresía social merecían el sacrificio de la vida de un hijo, han salido por todas partes defensores de la justicia, dispuestos a poner al Papa en su sitio. Y surgen, curiosamente, de entre progres y conservadores, ateos y religiosos, porque cuando se trata de perseguir al Cristo fragua siempre un viejo acuerdo entre judíos del Sanedrín y paganos de César. Ya lo escribió Charles Peguy: todos contra Uno, todos contra el Cordero. Ni a unos ni a otros les va Francisco, porque ni unos ni otros ponen a la mujer pecadora en el centro. Los progres se colocan a sí mismos allí, en el altar de la sabiduría perfecta: «¿Acaso hay quien entienda a este Papa –han dicho en las tertulias– que abraza a las que abortan, pero corrige a los transexuales? ¿Qué da una de cal, pero admite también las confesiones de los de Lefrevre?». Y los llamados conservadores –fariseos de hoy– ponen en el altar la ley: «¡Ojo con éste, que se salta las reglas, que antepone las personas, que va a hacer creer a la gente que todo el monte es orégano!». Los rigoristas tienen un miedo espantoso a la abolición de la norma, tal vez porque la norma es un intento –vano– de borrar el miedo que nos da la vida. También parecen temer un exceso de misericordia, como si no fuese a haber suficiente. Pero es que la Buena Nueva es exactamente esta: ¡Que hay misericordia a mansalva, a raudales, sin fin, para todos!... sólo que nunca coincide con nuestros planes. La Misericordia viene de Otro, viene con Sus reglas.