José Luis Alvite
Fuego meado (V)
De repente irrumpió un verano cálido y húmedo, la meteorología carnal y caldosa que alienta la infidelidad, afianza los vicios e incita al crimen. Pensé entonces que la temperatura que me impedía concentrarme para escribir solía ser en mi caso la misma que me llevaba a relajarme y temí que mi conciencia fuese incapaz de reprocharme nada que en cierto modo me alentase a cometer el calor. Recordé que en las estribaciones de mi adolescencia el verano era el momento de la vida en el que prevalecía la lotería de los instintos y me podía permitir el olvido impune de los preceptos reglamentarios del catecismo. Por encima de los treinta grados centígrados mi conciencia se sentía libre de perder el control y Dios se esfumaba como un gramo de sal en un plato de sopa. Fue entonces cuando nos instalamos en aquel piso al otro lado de la ciudad, en una calle anónima en la que era como si las fachadas de los edificios estuviesen escondidas dentro de sus portales, un rincón en el que con el viento se agrupaban el olvido, la mierda y los perros. Ella lo consideró «un primer paso» en sus planes. Aspiraba a más, a mucho más. «Me gusta que hayas tomado esta decisión por mi, cariño –dijo– pero creo que no merezco que este placer momentáneo se convierta en un castigo duradero... Necesito vivir a tu lado el tibio calor refrigerado de la gente con clase, compartir en algún momento el placer de lo exclusivo en uno de esos lugares elegantes en los que tú me dijiste aquella noche que se escucha a lo lejos, como un cuco, el peloteo de las chicas tontas dando indolentes raquetazos en sus pistas de tenis... ¿Recuerdas?, un sitio como el Gran Hotel de La Toja,... ese refinado ambiente sin ruido en el que en la luz del bar inglés medra como maleza la cretona de la penumbra...».
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