Joaquín Marco

Grecia, símbolo europeo

Parece que el Gobierno alemán no teme ya tanto la salida de Grecia de la zona euro. Tal vez disponga de cálculos económicos que indiquen que el efecto dominó que se esgrimía anteriormente se haya convertido ahora en efecto cadena. Según esta teoría, la salida de Grecia del euro no haría sino reforzar al resto de países del sur y, tal vez, fortalecería a Italia y Francia. Todo ello viene a cuento de unas elecciones que podría ganar Syriza y llevar al poder a una izquierda, calificada de radical, que capitanea Alexis Tsipras. A diferencia de Podemos, el partido heleno se autocalifica de izquierda, aunque pretende, como su pariente español, una refinanciación de la deuda. Con mayor experiencia de gobierno, los griegos parecen no temer una salida de la zona euro. Pese a estas consideraciones resulta más que dudoso que Grecia abandone la zona euro y mucho menos la Unión. Su situación geoestratégica plantearía, además, serios problemas en un núcleo conflictivo que se parece cada vez más al que desencadenó la I Guerra Mundial. Convendría, además, tomar en consideración el papel determinante de Grecia en la creación de una cultura europea. Grecia supuso la cuna y, además, la expansión de una forma de concebir el mundo. Sin el pensamiento heleno el pasado no sería lo que fue ni representaría lo que hoy supone. Bien es verdad que el concepto de cultura ha variado radicalmente ya desde finales del siglo XX, que sustituyó la tradición por las innovaciones tecnológicas.

Todo parece haber cambiado mucho en poco tiempo. Incluso el concepto mismo de cultura se ha visto cuestionado. Una experiencia a tomar en consideración puede observarse incluso en la España de la democracia. No hace tantos años existió un Ministerio de Cultura que llegó a ser presidido por un escritor tan destacado como Jorge Semprún, entre otros ministros. Tal vez sea opinable la oportunidad de que exista un Ministerio dedicado a promover acciones culturales o conservar patrimonio que, en su mayor parte, dependen de las autonomías. Quizá no sea mala idea fusionar este discutible Ministerio con el de Educación, pese a que también la educación ha sido delegada a los poderes autonómicos. Además queda en el aire el concepto mismo de cultura. Se debatió en el siglo pasado la diferenciación entre cultura humanística y científica. Se planteó en su momento la posibilidad de dos culturas diferenciadas. Sin embargo, sería tal vez oportuno regresar a los orígenes griegos. Los pensadores clásicos no distinguían la ciencia naciente de lo que fundamentaba el ser humano: el pensamiento filosófico. Pese a mantener la esclavitud, crearon una democracia que ha servido de inspiración. ¿Cómo puede admitirse que, por razones económicas, Grecia quede al margen de la construcción de Europa? Por descontado, los griegos de hoy no son los de ayer. Grecia ha sido invadida en múltiples ocasiones y su población es fruto de un mestizaje, como lo es el continente entero. Europa, sin el sur, tampoco representaría el valor cultural que posee. Ni Italia, ni España, ni Francia –y tampoco Alemania y los países del norte– serían lo que son ni en el arte ni en la literatura. Tampoco en lo que respecta a la ciencia.

Vivimos una etapa de gran desarrollo tecnológico, pero el sustrato clásico de una Europa que fue diseñada por nuestros antepasados como unidad y diversidad lo constituyen las bases grecolatinas que exportamos a América y que hoy denominamos Occidente. Es posible que el peso que tuvo en el pasado el pensamiento, el teatro, la arquitectura, las diversas artes, resulten menos perceptibles en una civilización tecnológica. Pero la idea de una Unión Europea no hubiera podido concebirse sin tomar en consideración a los países del sur que, bien o mal, construyeron imperios unificadores. Europa no puede concebirse sin la historia común, conflictiva y hasta cruel, pero también expansiva y eficaz. Fue un continente cristiano y aún sigue siéndolo. No es casual que la diplomacia más emblemática siga siendo vaticana. Ni tampoco cabe desdeñar que la Iglesia ortodoxa griega esté vinculada a la rusa.

Nada impide que Grecia pueda imaginar que una fuerza política inclinada a la izquierda consiga reducir los gravísimos desequilibrios que padece su población. Alemania y las instituciones europeas harán todo lo posible para impedir que esta nueva fuerza resulte ganadora en las próximas elecciones, aunque nada está decidido. Queda por ver también si de producirse la victoria de Syriza, arrastraría a otros países. La vocación tradicional de Alemania de expandirse hacia el este no puede eximirle de sus responsabilidades hacia el sur. Porque la Unión Europea no es tan sólo una cuestión de mercados y de intereses económicos, sino también una superestructura cultural que gravita sobre todos. No conceder la importancia que merece a las cuestiones culturales es un error que ha de pagarse a corto plazo. La educación, la cultura y la investigación constituyen una unidad que merece la máxima atención. Nos distingue de los países subdesarrollados, nos identifica, nos hace más creativos y, en consecuencia, poderosos. Los impuestos que gravan nuestra cultura constituyen un error que el Gobierno ha decidido no enmendar. No atender a las Humanidades supone no entender las bases sobre las que nos asentamos. Los griegos, por otra parte, son dueños de su destino político y algo de sentido común resta en ellos. Como recomiendan los medios anglosajones, hay que contemplar el populismo con la máxima serenidad. El legado clásico no puede perderse. Se ha mantenido desde antes del cristianismo, que lo aprovechó, y por estos y tantos motivos no podemos permitirnos olvidar a Grecia. Sus problemas son también los nuestros, pese a las diferencias que nos separan.