Agustín de Grado

Historia de corrupción

Indro Montanelli, maestro de periodistas, buceó en el pasado para explicarnos mejor el presente. En su magistral «Historia de Roma», narra cómo en su edad de oro «era tal la facilidad de multiplicar el capital cuando se tenía el suficiente para comprarse un cargo, que los banqueros se lo prestaban a quien no lo tenía al tipo de un cincuenta por ciento de interés». Y, con su particular ironía, describe a una dirigencia corrupta. César, cuando le fue asignada España, sólo necesitó un año para devolver todas sus deudas; Cicerón se ganó el título de «hombre de bien» porque en su año de gobierno de Cilicia amasó sólo una décima parte que aquél y lo pregonó a todos como un ejemplo; a Craso se le permitió crear el primer cuerpo de bomberos, pero cuando se originaba un incendio, corría al lugar y, en vez de apagar las llamas, compraba el edificio que ardía al apurado propietario. Sólo cuando era suyo, ponía en acción las bombas de agua; de lo contrario, dejaba que ardiera. Escribe Montanelli: «Puesto que todo dependía del dinero, el dinero se había convertido en la única preocupación de todos». Ninguno de estos personajes, ninguna de sus prácticas, hubiera sido posible en la Roma estoica de la primera etapa republicana. La corrupción fue el preludio del fin de una civilización. Hoy es la ciénaga en la que se ahoga el régimen constitucional del 78. Sin ejemplaridad pública en el peor momento, cuando una sociedad exigida hasta el límite encuentra cada día motivos para sentirse robada delante de sus narices. Se equivocan los dos grandes partidos nacionales si piensan que aún hay refugio en el oportunista «y tú más». Ninguna democracia sobrevive sin creer en la abnegación y la virtud de quienes la representan.