Alfonso Ussía
Historias de valientes
¡Qué valientes! Una monja ha sido golpeada por un grupo de valientes. ¡Por monja! Le adelantó el héroe que le arreó el puñetazo en el ojo izquierdo rompiéndole el tabique nasal. Una mano grande la del valiente pegador de monjas. Escaparon corriendo, lo que demuestra su valentía y la de sus amigos. Corriendo para escapar de una religiosa que yacía en el suelo reponiéndose del dolor y la sorpresa. ¡Por monja! No ha sido detenido. De serlo, le tocará en turno un juez simpatizante de «Podemos» y con una pequeña multa se irá de rositas. Estamos rodeados de valientes. Mientras el canalla y sus amigos celebran su heroicidad en la barra de un tugurio, la monja estará rezando por ellos. Esa es la diferencia. Y la monja no cambiará su vida al servicio de Dios y los necesitados. Seguirá moviéndose por las mismas calles, y de toparse de nuevo con la jauría, antes de recibir el segundo puñetazo, sonreirá a las bestias. Hay que ser muy hombre y muy bragado para propinar a una monja un puñetazo en la cara por ser monja. Estos son de los que oyen una sirena de un coche de policía que no va con ellos y se estercolan en la acera. Valientes y arrojados.
Paseaba, dos decenios atrás, una señora que rondaba los noventa años por una calle de Neguri. Paseaba tranquilamente, a su paso medido, con un bastón obligado. Obligado por sus hijos, porque ella no lo necesitaba. Una vasca de las de siempre. Enjuta, alta, firme, sin un gramo de grasa, ocho hijos, nietos y biznietos. Llevaba un pañuelo rodeando su cuello, y lo mantenía con un alfiler con la Bandera de España. Una puta fascista. Una provocadora. Una infame españolista que retaba a los valientes muchachos de Batasuna. Y se encontró con un grupo de ellos. Además de enjuta, alta, firme, y elegante, era dueña de una inteligencia rápida y contudente. El que parecía ser jefe de los valientes batasunos, con la educación que caracteriza a ese sector de la sociedad vasca de hoy, se dirigió a ella con delicadeza y respeto. – Oye Vieja, ya puedes ir metiéndote ese alfiler por el culo–. Y el resto de los valientes celebró la ingeniosa recomendación de su jefe. –No puedo, hijos–, respondió ella. –Si no puedes, vieja españolista, ya te ayudaremos nosotros a metértelo por el culo–. –Teneís razón, soy vieja, muy vieja, a punto de cumplir los noventa, pero no soy españolista. Eso os lo habeís inventado. Soy española. Española y vasca. Seguro que mucho más vasca que todos vosotros juntos–. Los valientes, cuando son provocados, se encampanan y avisan por última vez. Habían acorralado a la impertinente mujer en una callejuela de poco tránsito. Y si alguien pasaba por ahí, como era de rigor, se hacía el distraído y seguía su marcha. Y el jefe de los valientes, agotada su paciencia, se rearmó de valor y cortesía: –Por última vez, vieja puta española. O te metes ese alfiler por el culo, o lo tendremos que hacer nosotros y te va a resultar más doloroso–. Y ella insistió: –No puedo–.
Los batasunos y demás proetarras no se dejan vencer así como así. Y uno de ellos tomó con fuerza un brazo de la anciana pendenciera y fanfarrona. –Un poco de respeto y de calma, chicos, que os voy a explicar por qué no puedo. No se trata de una negativa caprichosa, sino de una imposiblidad física–. Los chicos valientes, que no estaban acostumbrados a oír hablar con tanta precisión, aguardaron a que ella, recuperado el aliento, les explicara los pormenores de su imposibilidad física. Y ya recuperada, cumplió con su promesa. –Oid, chicos. Los vascos no somos como vosotros. Siempre hemos sido educados y respetuosos con los mayores. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que no puedo meterme por el culo, como vosotros decís, este alfiler que tanto os molesta. Y no puedo porque no me cabe. Lo tengo lleno de ikurriñas–.
Y cuando se dieron cuenta los valientes, ella había alcanzado Zugazarte, rumbo a su casa.
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