Historia

Hoja perenne

El ministro Cañete no es hombre que se ande con tapujos. Al pan lo llama pan, como en los viejos tiempos, antes de que llegara la corrección política, y asegura, sin atender a ésta, que cuando encuentra un yogur caducado en la nevera, se lo zampa, y tan contento. Yo también, y aquí me tienen. Su confesión, que ha armado no poco revuelo entre los preciosos ridículos que se la cogen con guantes de látex cuando van al excusado, me pilló horas después de que mis dos hijas, mis dos nietos y yo, en amigable cena familiar, comentásemos precisamente eso: la tontuna de tirar a la trituradora de los desperdicios no reciclables todo lo que, según el trágala de las etiquetas, ya no es apto para el consumo de los bípedos implumes. ¿Todo? Bueno, bueno... Todo, no, pues hay cosas, como las semillas de la tumba de Tutankamón, que conservan sus virtudes (así sean decrecientes) por los siglos de los siglos o que, en el peor de los casos, si es que las pierden, no son nocivas para la salud. Las medicinas, por ejemplo, en buena parte, como lo demuestra el hecho de que las oenegés las recojan para enviarlas a quienes, en los países pobres, no tienen acceso a ellas. Si el estómago de un vecino de Yibuti las acepta, ¿por qué va a rechazarlas el mío? Puede que con el paso del tiempo se reduzca su eficacia, pero no así, como mínimo, el efecto placebo. Tengo un enorme frasco de aspirinas estadounidenses –¡diferencia va con las nuestras!– caducadas hace un lustro, pero las sigo tomando y juro por Hipócrates que me bajan la fiebre. Lo que hay detrás de muchas de las fechas de caducidad sólo es negocio: el del consumismo inútil. Los laboratorios y los fabricantes de alimentos envasados quieren que los tiremos para pasar por caja de nuevo. Pronto nos dirán que el vino no mejora en las barricas. Le invito, señor Cañete, a una copa de solera.