Joaquín Marco

Horas de incertidumbre

El objetivo de los partidos políticos consiste en que el ciudadano, si ha sido debidamente motivado, deposite su voto en las urnas. Si se logran mayorías absolutas sólo se requiere esperar la formación de gobiernos, al nivel que sea. Pero estas últimas elecciones, dada la dispersión del voto, han dejado a cuantos manifiestan un mínimo interés por la cosa pública en un estado de incertidumbre. El oscurantismo con el que se mueven las formaciones, sean o no de nuevo cuño, permite toda suerte de cábalas. Rajoy acertó al optar por el crecimiento económico y la creación de empleo. Todas las encuestas, en efecto, señalaban que éstas eran las primeras preocupaciones ciudadanas. Sin embargo, erró al confiar en que el crecimiento macroeconómico sería suficiente para contentar a amplias masas de población hasta las que tal crecimiento no ha llegado todavía. Es posible que si las elecciones generales se produjeran cada ocho años, de no mediar otros problemas, dejarlo todo al albur económico hubiera sido un acierto. Por ello el presidente solicita un segundo mandato y, gracias a él, sin variar la política económica, alcanzar el número de ocupados que tuvimos en pasadas épocas de prosperidad. Pero es poco probable, vistos los resultados de las autonómicas y municipales, que quien gobierne pueda hacerlo con la misma libertad de movimientos que se consiguió en estos últimos tiempos. Las nuevas formaciones, que han irrumpido con menos fuerza de la que esperaban, han pasado a convertirse, sin embargo, en claves de un engranaje manifiestamente oxidado por la corrupción. Nuestra democracia, como tantas otras, dista mucho de la perfección y, claro es, permitiría múltiples transformaciones: elegir la lista más votada, configurar una segunda ronda, ya con dos únicas formaciones, y otras variantes de diverso signo tras unas elecciones. Sin embargo, la fórmula existente, ante un panorama multipartidista, provoca un breve período de vacío e hipótesis. El estado actual de nuestra sociedad, socavada por el liberalismo económico, resulta fruto de la inestabilidad. Veníamos de organizaciones masivas y fórmulas laborales y sociales rígidas y en crecimiento. Pero aquellos mecanismos que pretendían fortalecer la solidaridad se tambalean. Sólo es necesario observar la decadencia de los sindicatos y de sus líderes. La bandera de lo solidario ha sido levantada por asambleas ciudadanas que han venido a cubrir el hueco que las fuerzas sindicales, entre otras organizaciones, habían abandonado. UGT y CC OO avanzan ya que es necesario rejuvenecer pronto sus cuadros. Tal vez también algunas ideas y hasta su composición o formas de militancia. Pero esta oportunidad debería de haberse producido mucho antes, cuando los contratos laborales y la negociación colectiva comenzaron a peligrar. Ello no es un fenómeno original español, sino el resultado de las tensiones que se han producido en ámbitos que superan los estrechos límites de la nación, en Europa y en un mundo globalizado, que ha ido dejándose jirones de seguridad social, encerrado en el nuevo individualismo.

Los partidos «nuevos» se han venido adaptando a las fórmulas preexistentes e incluso han adoptado no pocos vicios que criticaban. Las reformas que se plantean, incluso desde Podemos, no resultan tan radicales, ni siquiera revolucionarias. Defender un cambio constitucional no supone de momento otra cosa que mantenerse dentro de sus límites. Y tal opción habrá que ver de cuánto apoyo ciudadano dispone. Los peligros para las democracias occidentales resultan todavía lejanos, aunque, de vez en cuando, hagan sentir su presencia de forma violenta. El yihadismo constituye una seria amenaza, pero su terrorismo y sus formas autoritarias se manifiestan principalmente en los países árabes. Las desigualdades y el terrorismo son fenómenos dispares, aunque en ocasiones éste pueda ser resultado de aquellas. Los movimientos políticos en nuestra sociedad no constituyen un terremoto de graves consecuencias. Las fuerzas subterráneas no llegan a ser telúricas, sino superficiales. La mayor violencia producida tras las elecciones fue la pitada del himno nacional en un partido de fútbol que se desarrolló, por otro lado, sin otros incidentes. Por descontado que las fuerzas económicas dominantes hubieran preferido una serena política continuista, pero pronto sabrán adaptarse a las nuevas circunstancias, sean las que sean; porque en ellas no se observan cambios de gran profundidad. Los resultados más conflictivos se han producido en la ciudad de Barcelona, donde la gobernabilidad no va a ser sencilla, porque subyace el problema nunca abordado –y menos resuelto– del proceso soberanista con una política seria. Las modalidades de los pactos y sus actores forman parte de aquella forma de gobierno, fruto de la transición democrática, en la que muchos gatos se dejaron pelos en las gateras. Se observó, sin embargo, en su tiempo, como modélica en una Europa que veía no sin preocupación cómo podía transformarse un sistema dictatorial en democrático. Hoy conocemos las renuncias de unos y otros, pero son muy pocos los que miran hacia atrás con nostalgia. Son estas horas de incertidumbre postelectoral las que preocupan a la minoría, porque lamentablemente la vida política no apasiona a tantos como debiera. El transcurrir de los años ha convertido en individualistas incluso a quienes se definen como comunistas: China, por ejemplo. Y observaremos un fenómeno semejante en Cuba, donde ya acuden a toda prisa los estadounidenses para tomar posiciones. No es casual que la compañía Iberia haya reanudado sus vuelos comerciales a la Isla, tras dos años de expiación. Faltan ya pocos días para que estas horas de incertidumbre pasen a formar parte de nuestra historia y reanudemos el camino hacia otra cita electoral.