Ángela Vallvey

Igual

Los Reyes Católicos construyeron con dificultad un Estado sorprendentemente moderno, un conjunto de reinos que pese a compartir a los monarcas –lo poco que tenían en común– mantenían sus peculiaridades y esencias propias, sus particulares instituciones y leyes. Desde entonces, España se debate entre dos pulsiones políticas que han dado forma a lo que hoy es el Estado español: una fuerza centralizadora, que intenta homogeneizar y castellanizar los territorios españoles, y una tendencia descentralizadora, no menos intensa y poderosa que su antagonista, que trata de mantener a toda costa los fueros específicos de cada uno de los territorios, iguales pero bien distintos de sus vecinos. Esta tensión política se ha mantenido durante centurias con la misma terrible fuerza. Sucesivas crisis económicas, de una violencia y dureza asombrosas, han puesto el resto para hacer de España lo que es en la actualidad. Malestares políticos, fuertes crisis económicas y sociales, absurdos esfuerzos bélicos, ocasionales problemas religiosos y un panorama histórico regado de rebeliones impulsadas por afanes a veces reformadores, a veces reivindicativos y en ocasiones incluso ridículos... España nace y muere con cada uno de sus atormentados empeños políticos, que igual la construyen que la debilitan, que son sistémicos y sintomáticos, tan inevitables como previsibles, tan consuetudinarios como necesarios, tan peculiares como distintivos. Que, en todo caso, ya forman parte de su esencia, son tan estructurales como el propio territorio que da contorno físico a la nación. Curiosamente, identificados los problemas que acucian a España como viejo Estado y nación, los españoles de las sucesivas generaciones a lo largo de los últimos cinco siglos no parecen haber podido jamás solventarlos, dado que hoy como en el siglo XVI padecemos las mismas lacras e idéntica falta de remedios. E igual que antaño, y como siempre, nuestra mejor solución es la falta razonable de soluciones.