Antonio Cañizares
Juan XXIII y Juan Pablo II
Pascua de Resurrección: Todo queda iluminado. No busquemos entre los muertos al que vive. Dios no ha muerto, aunque algunos piensen que así es, o deseen que así fuese. El amor no es inútil ni vano; lo llena todo y todo lo renueva. Existe la justicia, se abre paso inexorablemente, y los justos están entre nosotros, son reconocidos. La verdad no está encadenada ni ha quedado derrotada; se realiza en el amor, nos hace libres. Ha sido vencida para siempre la muerte, que encierra la gran mentira. El mundo se llena de alegría. Dios existe, no nos deja en la estacada, ha dado su sí definitivo e incondicionado a la creación entera, al hombre. Un pueblo nuevo y en camino, reunido de todos los pueblos, que sabe donde va aun en medio de dificultades sin número, una humanidad nueva hecha de hombres nuevos vuelve a nacer de nuevo por la fe en Jesucristo y por el Bautismo. ¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo! Una alegría y un gozo que nada ni nadie nos puede arrebatar. La Pascua, donde deslumhra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente y con toda fuerza a la alegría. Nadie, en efecto, nos puede quitar esta alegría de la Pascua de Resurrección. Es verdad: el Señor está y permanece en medio de nosotros hasta el fin de los siglos. Lo vemos y palpamos, entre otros, en esa multitud inmensa que nadie puede contar de testigos que a lo largo de siglos lo han palpado vivo, resucitado. De entre éstos, tal es el caso, sin duda señero, de Juan XXIII y Juan Pablo II que este próximo domingo -domingo segundo de Pascua y Domingo de la Divina Misericordia serán canonizados en la Plaza de San Pedro, en Roma. Es cierto que el mundo está bañado de tristeza, que el dolor con frecuencia lo anega, y que la dificultades sin número y a veces muy duras arrastran a muchas personas hacia la oscuridad de la tristeza y la angustia. Nadie está ajeno a esa realidad dolorosa en la que todos somos y nos sentimos solidarios. Pero, es preciso no callarlo, proclamarlo a los cuatro vientos: Un horizonte nuevo se abre, es el horizonte iluminado por la luz de la Pascua, el que con tanta fuerza resplandece ya en Juan XXIII y Juan Pablo II. Sus figuras que hemos conocido tan de cerca, que son tan de nuestro tiempo y tan de nuestra humanidad zarandeada y lacerada por avatares oscuros, a todo ojo patentes, nos permiten y reclaman abrir y despertar la mirada de la fe, la alegría de la fe, la alegría de saberse amados por Dios que no nos deja, secreta pero firme confianza en medio de las peores angustias. En ellos, carne de nuestra carne, contemporáneos nuestros, testigos de Cristo resucitado, que lo han visto y palpado vivo y vencedor en medio nuestro, podemos comprobar que el amor y la misericordia del Señor no se han acabado: no se ha acabado, en efecto, la ternura del Señor, se renueva sin cesar mañana tras mañana, no se agota ni muere. No es casual, sino providencial, que las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II se produzcan ahora, en las actuales circunstancias, en medio de los avatares que están acaeciendo, en medio de las situaciones de oscuridad que se ciernen en el horizonte de los hombres, con este Papa, el que Dios nos ha regalado, Francisco, y viviendo Benedicto XVI, fiel transmisor del legado que nos viene de los dos Papas santos con los que el Señor ha enriquecido a su Iglesia, dos Pastores que han guiado a su Pueblo en medio de cañadas oscuras hacia las fuentes de agua viva de donde brota una nueva vida que se rige por el amor y la misericordia y que proclama que sólo Dios es nuestra fuerza y salvación y nada hay que nos salve fuera de Él y de su amor., manifestado en el Señor Jesús que vive para siempre. ¡En esperanza estamos salvados!; sea esto nuestra alegría y nuestro gozo; sea esto fuerza que infunda valentía para proseguir un camino que conduce a una humanidad nueva que se rige por el amor y la verdad, a una tierra nueva en la que habita la justicia de manera sobreabundante y se abren nuevas sendas para reunir a los dispersos en una unidad que nos sobrepasa. Dos Papas que llegaron a la gente. ¿Qué hubo en ellos para que así sucediese? Juan XIII, Papa de la paz, fue padre y pastor lleno de bondad: «Pastor porque era padre», lo define el Papa Francisco. Con mucha bondad. Es lo esencial. Fue un padre. Un sacerdote con bondad. Un hombre sustancialmente bueno, en quien brilla la bondad de Dios para con todos. Un valioso promotor de unidad dentro y fuera de la Iglesia. Un Pontífice de paz, capaz de transmitir paz, porque tenía un alma totalmente pacificada, se había dejado participar por el Espíritu, que derrama el amor en los corazones y obra la paz. Juan Pablo II fue, ante todo, un hombre de Dios, –en expresión teresiana–, «un amigo fuerte de Dios». De él comenta Benedicto XVI, que tan a fondo le conoció y trató, ante todo hay que tener presente su intensa relación con Dios, su estar inmerso en la comunión con el Señor. De ahí provenía su gozo, su alegría, en medio de las grandes fatigas que tuvo que sostener y soportar, y el coraje con el que tuvo que asumir y afrontar su pontificado en un tiempo verdaderamente difícil. No buscó aplausos, ni jamás miró su entorno preocupado de cómo sus decisiones serían acogidas. Actuó, sencillamente, a partir de su fe y de sus convicciones, dispuesto siempre a sufrir los golpes que le llegasen, apoyado sobre la base firme de la verdad. Hablamos de Juan Pablo II y de Juan XXIII, dos grandes gigantes, sin duda, de la fe y de la esperanza. Pero no quisiera dejar en el olvido y no recordar otros testigos grandes testigos de la resurrección de Cristo, que, esta misma semana, mañana 24 de abril, serán también canonizados: P. José de Anchieta, jesuíta español de Canarias, evangelizador de Brasil; Francisco de Laval, evangelizador de Canadá, primer Obispo de Québec; y Sor María de la Encarnación, misionera francesa en Canadá, fundadora del monasterio de las Ursulinas en Québec. Tres grandes santos, que en los siglos 16 y 17, brillaron, y siguen brillando hoy con palpitante actualidad, como potentes luminarias de las que andamos tan necesitados y que nadie podrá apagar.
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