Paloma Pedrero

Jubilados

Quiero hablar de ellos. De esos que ya tienen más de sesenta y cinco años y toda una vida de trabajo en sus curtidas espaldas. De esas y esos que, aunque esta sociedad mema no lo reconozca, nos están dando hoy aquí una lección de fortaleza y entusiasmo. Ellos, nuestros jubilados, son el grupo más activo y glorioso de los que habitan nuestras ciudades. La vida les quitó la pereza ya en la cuna, y siguen caminando con dos, tres o cuatro patas a galope, sin perderse un segundo de existencia, de estar en el mundo y disfrutarlo a tope. Ellas y ellos nos cuidan los hijos, nos resuelven los papeleos, nos hacen comidas ricas, nos acompañan a donde haga falta, nos cuidan cuando enfermamos, nos alientan cuando decaemos. Ellos nunca están cansados, y si lo están han aprendido a callárselo y no culpar a nadie. Pero, además, esta gente a la que vemos elegir la fruta en los mercados y empujar columpios en los parques, la que llena los centros culturales, las bibliotecas municipales, los cines, los museos, los teatros. Ellas y ellos se arrebujan en los autobuses turísticos dispuestos a flipar con el mundo y sus maravillas. Hacen senderismo, natación, baile y todo lo que su veterano esqueleto les permita. Para más señas, y aquí son ellas las que ganan por goleada, se reúnen cuando hay fútbol y hacen tertulia en las cafeterías. Sin que falte un café con bollos, que si la vida son dos días no les va a pillar ni en ayunas ni con amargor. Son nuestros jubilados. Y deberían ser un ejemplo para tanta muchachada agotada y lastimera. Mi aplauso y amor infinito, queridos mayores.