Alfonso Ussía
La noche de los tontos
Nadie se sienta insultado o afligido. También el que escribe celebra la Nochevieja y es, por lo tanto, criticado antes que crítico. Igual que «El Guiness de los Records» es un libro de tontos, «de la Habana ha venido un barco cargado de»... es un juego de tontos, y «no tengo Patria, soy ciudadano del mundo» es la frase preferida de los tontos, la Nochevieja y sus variopintas celebraciones es la noche de los tontos. Esa despedida a las 8 de la tarde del 31 de diciembre a un congénere al que se va a ver sin remedio al día siguiente, ese «hasta el año que viene», resulta socialmente demoledor. Esa disciplina espartana en la ingestión de las doce uvas durante las mismas campanadas del reloj de la Puerta del Sol, es humillante. Más aún, cuando entre los presentes surge un entendido en el reloj de la Puerta del Sol. –No, todavía no, que éstas campanadas son las de los cuartos, ¡ahora sí!–, y pumba, pumba, pumba, hasta doce uvas coincidentes con las campanadas, no es manera de comenzar un año que se presenta difícil. En mi caso, y es caso extendido y nada original, cuando suena la primera campanada del reloj de la Puerta del Sol, mis uvas han desaparecido. Todo menos atragantarse por llevar a cabo semejante tontería. Ese despilfarro cohetero, que tantas manos ha volado en los momentos inmediatamente posteriores a la última campanada, no es muestra de sobrada inteligencia. Ese matasuegras, esas serpentinas, esas gafas de papel, esa nariz postiza, lo que en conjunto se llama, malamente llamado por cierto, «cotillón», no son elementos para presumir con la capacidad de autocrítica recuperada. Esa obligación de beber y hasta de embriagarse por el mero hecho de celebrar el final de un año y el principio de otro, no es recomendable incluirla en el «curriculum vitae» si se pretende acceder a un puesto de trabajo. Esa destartalada alegría, confuso jolgorio, cuando cae la bola del reloj y se anuncia con lucecitas que ha principiado el nuevo año, no es conveniente manifestarla ante menores de edad por motivos de pudor maduro. Nada hay que recuerde a la inteligencia en esa noche particularmente desdichada. Lo mejor de Nochevieja es amanecer sin resaca, con la cabeza en su sitio y la vergüenza ajena medida y limitada.
Prueba de la extralimitación fabricada de la noche del 31 de diciembre, es la ausencia de melancolía que produce. Nochebuena tiene el sentido religioso del Nacimiento, y los villancicos aceran la nostalgia y los amores que nos dejaron los seres queridos. Lo mismo sucede con la maravilla, el prodigio de los niños cuando se abren las puertas y se topan con los juguetes de los Reyes Magos. Ni las horribles cabalgatas de Reyes han conseguido acabar con la ilusión de los niños. En la penúltima de Madrid, precedía Bob Esponja al Rey Melchor, que es muy divertido, pero no pinta nada en la Cabalgata. En Nochevieja, poco se añora, excepto la cama.
La cama adquiere un valor añadido del que carece otras noches. Nada más torturador que el sueño de las 11 de la noche del 31 de diciembre.
Mi Nochevieja es llevadera. La celebro con los míos en la casa de mis hermanos políticos en una localidad montañesa que parece construída para inventarse un Nacimiento. A pesar de que ella es cuarterona del Reino de Valencia, no gusta de los cohetes ni de los fuegos artificiales. Hay un baile, eso sí, un tanto chocante que puede inspirar comentarios negativos. Se trata de un baile ancestral del sudoeste de la campiña borgoñesa, aunque algunos estudiosos establecen su origen en la Alta Saboya y otros en el sur de Benidorm. Pero es el único rasgo de complicada aceptación en la Nochevieja, por cuanto no hay cohetes, fuegos artificiales ni matasuegras.
A las una de la mañana, como muy tarde, todos en el sobre.
Es tradicional que el día primero de cada año luzca el sol en la extensa lengua verde del norte de España. Se trata de un sol reincidente que recuerda que todo ha vuelto a ir hacia arriba. Cada día, un minuto más de luz, y de golpe, los primeros renuevos en las mimosas, y las flores moradas, rosas y blancas de los ciruelos y los cerezos. Termina –ya lo hizo el 20 de diciembre–, la curva descendente de la vida y se recupera la ilusión de la futura primavera. A la noche de los tontos sucede la mañana de los sensibles. El concierto de Viena ayuda. Ese concierto nos recuerda a centenares de millones de personas que pertenecemos a una civilización desarrollada y admirable. Es un concierto, pero también una afirmación social.
Para disfrutarlo, hay que pasar dignamente, lo más dignamente posible, el puente de la noche de los tontos. Casi todos somos tontos esa noche. «Todavía no, que esas campanadas son las de los cuartos...¡Ahora sí!». Y pumba, pumba y pumba, uva que va, uva que viene, uva que pasa, uva que asfixia.
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